“Cinco cuerpos encendidos”
Por Rocío Molina Biasone.
≪Lo vi observándome en los espejos de marco dorado, con la mirada experta de quien examina minuciosamente la carne de un caballo, o bien de un ama de casa que estudia los cortes exhibidos en el mercado≫.
“La cámara sangrienta” (1979) de Angela Carter [traducción libre].
Para cualquiera que haya transitado la experiencia indefinida, agridulce, pluriforme, y a la vez, amorfa, que es vivir como mujer, lo expuesto en el cortometraje de Camila Kater resulta incómodamente familiar. Llegue como llegue a nosotras este “destino” —por azar, por elección o por coerción—, hay vivencias que difícilmente no le hayan acontecido a todas: el acoso en el ámbito público, o en nuestro círculos más íntimos, los insultos misóginos, la vigilancia y examinación de lxs otrxs sobre nuestros cuerpos, o la determinación de nuestro valor a partir de la mirada masculina. Y tales vivencias bien podrían tener su raíz, como bien señala este corto magistral desde si mismo título, en la concepción del cuerpo femenino como carne.
Algo para ser consumido. Para ser consumido por un otro. Un otro que, para hacernos carne, nos deberá matar, en todo sentido.
El relato se divide en cinco puntos de cocción. Cinco mujeres. Cinco testimonios. Cinco técnicas de animación. Cinco etapas de la vida de las mujeres, y las experiencias que atañen.
La carne cruda, primer relato, nos transporta a una edad en la que recién empezamos a aprender qué es lo que se espera de nuestros cuerpos. Por lo general, como le sucede a Rachel Patrício, la primera entrevistada, no se trata de buenas noticias: su misma madre, nutricionista, es quien le enseña a vigilar y castigar su cuerpo. Rachel así aprende que la carne abundante se aprecia en el plato, y en los cuerpos fornidos de varones, pero de ninguna manera en una mujer. El cuerpo verdadero es uno solo, es el delgado, el cuerpo que tiene un abanico enorme de opciones para vestirse. Como las muñecas. Crudas, a esa edad, suele ser difícil anteponerse a lo que el mundo tiene para decir sobre nosotras. Y crudas, entonces, son también nuestras reacciones.
Un tiempo de fuego más tarde, ya estamos jugosas. Y que no nos sorprenda la coincidencia terminológica con el discurso sexual sobre el cuerpo femenino, en especial del cuerpo joven, ese eterno objeto de deseo que pronto marchita para ser descartado. Los jugos internos, la sangre menstrual, atraviesa la vida de tantísimas mujeres, al punto que se lo ha concebido, y se lo sigue concibiendo, como el rito de iniciación que nos convierte en “mujeres”. Y por más que muchxs hayamos dejado, o estemos en proceso de dejar atrás ese pensamiento que pone a toda menstruación dentro de una mujer, y piensa a toda mujer como menstruante, la menstruación apenas ha dejado de ser un tabú en la mayor parte del mundo. Padecemos que venga, y tememos que se vaya.
Pero en esa conmoción siniestra característica de las conversaciones familiares y sociales sobre la antaño denominada “maldición”, Larissa Rahal, la segunda testimoniante, encuentra algo de fuerza y tranquilidad en algo que aprende en Historia del Arte: en la prehistoria, se creía que las mujeres menstruantes eran vistas como seres sobrenaturales, porque “sangraban y no morían”. La pertenencia a un grupo que sufre y padece, pero sigue adelante.
No todas las mujeres atraviesan las mismas realidades. Es decir, no todas las mujeres cargan con opresiones más allá de su identidad de género. ¿Qué pasa con aquellas mujeres que no son vigiladas por tener útero, sino precisamente, por no tenerlo? ¿Qué pasa cuando una debe tolerar acosos, abusos o violencias simbólicas por ser mujer, y encima de eso, padece otro tanto de violencias por no ser blanca? Raquel Virginia está “a punto”. Habla desde la adultez, desde un momento en que una puede vivir su vida, su sexualidad, más allá de lo que otrxs quieran imponer. Bueno, ¿puede?
Raquel dice que su piel es “del color del pecado”. Esto es, por supuesto, en el diccionario de la decencia del varón blanco colonialista. Por si no fuera poco tener que vivir bajo el trato de hipersexualización que recibieron las mujeres negras a lo largo de la historia, en el día a día, y en los medios, nuestra tercera entrevistada afirma que ella es la última “en la pirámide de la tolerancia”, porque además de ser una mujer negra, es una mujer trans. Mujeres prácticamente sin protagonismo en la televisión y las películas. Cuerpos para consumo de un solo tipo, porque cualquier tipo de accionar voluntario y visible podría “asustar a la clase media”.
¿Y qué sucede cuando ya pasamos nuestro punto? ¿Cuando dejamos de ser fértiles, o “apetecibles”, o dignas de una sexualidad? El doctor le sugiere a Valquiria que se saque el útero, si total ya entró en el climaterio, y eso no es más que carne cocida. La plastilina que la animadora eligió para representar este relato se asemeja a la evolución de nuestros cuerpos a medida que envejecemos. Carne que ha vivido. Pero esta vida no es apreciada. No importa nuestro pasado ni nuestro potencia. Solo importa el estado actual de nuestra carne. ¿Cuál es nuestra fecha de vencimiento?
Valquiria se reconoce por fuera de la paciente promedio (o “ideal”) de una consulta ginecológica. Es lesbiana y no tiene hijos. Así que, cocida como está, no le es fácil hacerle frente a este doctor que nos ve como máquinas de reproducción que hay que desarmar cuando ya no pueden cumplir su propósito: “¿Y por qué no se corta usted los huevos?” es su respuesta. Y al resto de nosotras, que podamos tenerle miedo a esta pérdida física y simbólica de fertilidad, nos tranquiliza y emociona: “Después del climaterio, todo es genial”.
Más allá de la cocción, atravesada por el fuego, la quinta voz, la última de estas experiencias orales y animada, es la de Helena Ignez, una reconocida actriz y cineasta brasilera. Una mujer que no solo fue joven, no solo fue deseada, sino que fue famosa. Su cuerpo vivió para actuar, para ponerse en pantalla. Y si por algo es conocida la industria del cine, inclusive el cine independiente, es por su aversión a los cuerpos femeninos que ya no están en edad. “No es fácil ser un cuerpo” dice Helena, y no podemos sino estar de acuerdo. Qué difícil ser un cuerpo. Qué difícil nuestros límites, dolores, nuestra fragilidad. Qué difícil sabernos mortales. Y qué difícil sabernos aún más limitadxs por ser cuerpos feminizados, cuerpos negros, cuerpos trans.
Pero también hay palabras de esperanza, pues es verdad que hay algo que no se le suele permitir al cuerpo joven que solo se piensa para ser consumido, y eso es la admiración de todo lo que trasciende ese cuerpo. Hay reconocimientos que solo se reciben en la vejez, explica Helena. Y con eso cambia la relación con el cuerpo: ya no hace falta luchar contra él, ni ver en el cuerpo un único valor dado por la carne que lo rellena, y la piel que lo cubre, y qué tanto le tienta a otrxs.
El ser mujer, dije ya antes, es algo indefinido, agridulce, pluriforme y amorfo. Tal como en las distintas animaciones de Carne, hay momentos siniestros y terroríficos, momentos coloridos y de infinita belleza, momentos de juego y descubrimiento, y por supuesto, momentos de confusión. Y tal como en cada animación, cada experiencia es diferente, por cómo se ve, cómo se siente y cómo se presenta ante el mundo. Lo que tienen en común es esa lucha interminable —pero no obstante, esperemos, victoriosa— entre el propio cuerpo y la mirada ajena
Titulo: Carne
Año: 2020
País: Brasil
Director: Camila Kater