Blue Heron, de Sophy Romvari, y el cine como herramienta para convivir con el pasado

Blue Heron pertenece a una categoría tan rara como preciosa. Un mapa del tiempo emocional familiar, una carta cinematográfica dedicada a las uniones, los silencios y los acontecimientos que nos formaron sin que nos diéramos cuenta. La cámara observa lo que ella observa y escucha lo que su memoria escuchará.”

Por Mauro Lukasievicz

Hay un sinfín de películas que cuentan una historia, pero son muy pocas las que protegen un recuerdo al hacerlo. Un recuerdo al que envuelven en una luz suave y lo colocan en un rincón seguro para que nunca se pierda. Blue Heron, primer largometraje de la realizadora húngaro-canadiense Sophy Romvari, pertenece a esta categoría tan rara y preciosa. Su fuerza no está en grandes giros argumentales ni en escenas espectaculares. Lo que construye Romvari está hecho de emociones que no suelen tener nombre, de pequeños detalles que podrían pasar inadvertidos, y de esa materia misteriosa que forma el tejido de la memoria. Desde el comienzo parece la película íntima de una familia húngara que se muda a una casa nueva en Vancouver Island a finales de los años noventa. Sin embargo, a medida que avanza, uno descubre que hay mucho más oculto en su interior: un mapa del tiempo emocional familiar, una carta cinematográfica dedicada a las uniones, los silencios y los acontecimientos que nos formaron sin que nos diéramos cuenta. La primera mitad está guiada por la mirada de Sasha, una niña de ocho años que llega junto a sus padres y hermanos a una casa todavía vacía, rodeada por árboles y por ese azul profundo que domina el paisaje costero. La cámara observa lo que ella observa y escucha lo que su memoria escuchará. La vida doméstica aparece con una nitidez casi hipnótica: el zumbido constante de una heladera o el quejido metálico de una cama elástica son elementos que podrían parecer irrelevantes en una película de estructura más convencional, pero aquí son clave. Romvari entiende que la memoria se sostiene más en esas sensaciones mínimas que en los grandes acontecimientos familiares. El olor de una comida, la tela áspera de una remera o el color de una pared son portales hacia el pasado que se abren sin pedir permiso. Por eso la película fluye sin urgencia, sin el apuro de anunciar conflictos o tensiones dramáticas. Lo importante aparece con calma, encajando poco a poco, como sucede en los recuerdos que nos acompañan para siempre.

Ese hogar en proceso de habitarse protege, a su vez, una dinámica familiar compleja. Aunque todos buscan adaptarse a la nueva vida, hay una inquietud permanente que flota en el aire. Jeremy, el hermano mayor, es la figura que más desentona dentro de ese paisaje. Su mundo interior parece cerrado, impenetrable. Sin embargo, Romvari nunca se apresura a juzgar ni diagnosticar su dolor. No hay etiquetas ni explicaciones que quieran encerrar su comportamiento. La película se guía por una compasión silenciosa que confía en que lo humano se entiende mejor desde la contemplación que desde el análisis clínico.

Esa distancia afectuosa se manifiesta en la puesta en escena. La cámara se ubica muchas veces detrás de puertas entreabiertas o vidrios empañados, como si la casa misma suavizara los bordes para permitir mirar sin invadir. Se ve lo suficiente para comprender que algo se mueve dentro de esa familia, pero nunca tanto como para creer que lo sabemos todo. El resultado es un retrato que habla tanto de lo que se dice como de lo que queda hundido en el silencio eterno. Hay una confianza absoluta en los vacíos narrativos, que paradójicamente revelan más que cualquier confesión directa. El espectador se vuelve cómplice de esa forma de habitar la vida: como si cada uno también estuviera recomponiendo su propio rompecabezas emocional.

A mitad de camino llega un giro narrativo que, aunque simple, altera por completo la perspectiva. De pronto, ya no es la niña quien mira. Sasha ha crecido y es su versión adulta la que guía el relato. La memoria cambia de color. Lo que antes era una vivencia inmediata se transforma en un recuerdo que exige otra lectura más profunda. La Sasha adulta busca reconciliar lo que vio, lo que imaginó y lo que nunca comprendió en su infancia. No es un viaje en el tiempo como los del cine de ciencia ficción, sino una travesía emocional. Volver al pasado implica enfrentarse a los propios fantasmas, pero también ofrecerles la ternura que entonces faltaba. La película sugiere, tal vez, una idea luminosa: con los años aprendemos a acompañar a quienes fuimos. Esa niña que observaba desde las sombras sigue ahí y puede, al fin, recibir el abrazo que necesitaba. Es aquí donde Blue Heron demuestra una lucidez extraordinaria acerca del rol del arte frente al trauma. Romvari sabe que el cine no es un instrumento de resurrección. No cambia los hechos, no borra el dolor, no resuelve lo irresoluble. Lo que sí puede es crear un espacio seguro donde mirar de nuevo lo que antes dolía ver. Al narrar y ordenar los recuerdos, surge una forma de alivio: una convivencia más amable con lo que nos formó. El pasado continúa siendo el mismo, inamovible en su esencia, pero nuestra relación con él puede transformarse. El cine no repara lo roto, aunque le permite existir sin lastimarnos. 

Romvari trabaja sobre esa tensión entre archivo real y archivo emocional. Si el primero tiene huecos, el segundo los completa con imaginación sensible. En Blue Heron ese gesto es honesto. La directora reconoce los límites de lo que se puede reconstruir. Lo desconocido no se suplanta con explicaciones forzadas. Se respeta como parte constitutiva del recuerdo. Esa renuncia a dominar la memoria al servicio de la conveniencia narrativa convierte el film en un acto ético. La segunda mitad juega, además, con la presencia invisible de la directora. En una escena con trabajadores sociales que comentan el “caso” de Jeremy, un plano mínimo muestra una mano encendiendo la cámara. Esa pequeña irrupción de la cámara no rompe la ilusión. La ilumina. Nos recuerda que hay una autora lidiando con su propio pasado mientras cuenta esta historia, y que para ella hacer cine también es exponerse. La película también reflexiona sobre algo universal: todos cargamos con recuerdos borrosos, con escenas que no entendimos cuando ocurrieron y que más tarde descubren nuevos significados.  

La película rescata la idea de que la memoria nunca es una reproducción fiel. Cada vez que volvemos a un recuerdo, lo reescribimos un poco. Lo completamos. Lo distorsionamos. Lo protegemos. Blue Heron trabaja con imágenes suspendidas, con gestos que parecen frágiles y esenciales al mismo tiempo, como si fueran piezas de un rompecabezas que jamás terminará de armarse. La película acepta esa incompletud y la vuelve parte de su belleza. No hay nostalgia ingenua, sino una mirada madura que reconoce que el pasado no es un territorio al que se pueda regresar sin consecuencias. El cine aparece aquí como una estrategia de supervivencia emocional. No tiene la misión de “cerrar” nada. Su tarea es más modesta y, justamente por eso, más poderosa. Puede volver habitable un dolor que antes expulsaba todo lo que tocaba. Puede entregar una estructura donde antes solo había caos. Puede permitirnos sostener lo insoportable sin rompernos del todo. Blue Heron se vuelve entonces una película sobre la responsabilidad emocional que tenemos con nuestras propias cicatrices. ¿Qué hacemos con lo que nos hirió? ¿Cómo lo llevamos durante años sin que nos hunda? Sasha adulta encuentra una forma de conversar con la sombra de su hermano, con los huecos que él dejó y con todo lo que nunca entenderá de él. Esa conversación no trae respuestas contundentes. Trae algo más humano: la posibilidad de convivir con la duda.

Blue Heron honra una verdad simple e intensa: no hay película que pueda modificar lo ocurrido. El pasado permanece intacto. Lo que puede cambiar es nuestro modo de mirarlo.