Nadie te advierte del todo que el puerperio trae una profunda pérdida del yo, de identidad, de deseo, de espacios propios personales en soledad. Que todo eso perdido se reconquista o reconfigura, poco a poco, mes a mes, extrañando o queriendo escapar, haciendo unas gestiones de logística complejísimas, a veces ridículas, por un par de horas sola, o en la pileta nadando frenéticamente, o con amigas, o con el compañero que en todo este baile se vuelve casi un desconocido.
La semana pasada Baltazar se enfermó por primera vez y me succionó todo; la leche, la energía, el descanso, el deseo y lo poquito que había reconquistado de independencia. A principios de agosto le salieron los primeros dientes y hubo días de guerra, pellizcones, tiradas de pelo, manos pesadas en mi cara con uñas que se clavan luego, patadas por la noche. Me convertí en un perfecto punchingball, la receptora de la violencia del dolor que genera crecer. Y una convierte eso que recibe (a veces bastante desagradable) en mimos, en llantos larguísimos, en contestar mal, en entrar en discusiones y peleas con un bebé de siete meses como si fuera un par, es que quizás lo sea, hay quienes dicen que las puérperas somos como bebés.
Si hay algo que me salvó durante esta seguidilla madurativa de dientes-angina-crisis fue la ficción, la ficción de calidad. Un sábado de ahogo le dejamos el bebé a mis xadres y me fui con Sebastián al centro a meterme en un cine mientras él trabajaba. Caminé por Av. Corrientes como cuando era adolescente y la recorría fascinada buscando libros usados, tomando cafecitos y escribiendo en bares, descubriendo el teatro, el cine, el mundo. Me tomé una cerveza con papas fritas de copetín y me metí en el Cine Lorca a ver Dolor y gloria de Pedro Almodovar. Todo lo que pueda decir de Pedro lo dijo mejor que yo y con una claridad hermosa Lucrecia Martel hace unos días (si no vieron su discurso en el Festival de Venecia háganlo). Ante Dolor y gloria me reencontré conmigo en esa historia de un hombre con el que poco tengo que ver, pero que también atraviesa un vacío creativo y momentos de una profunda soledad. En el plano final de la película donde se revela que la estación es un set de filmación rompí en llanto, de todo lo que amo el cine, de todo lo que extraño filmar, de agradecimiento a Pedro por la película, de agradecimiento a mí misma por haberme dado esa salida al cine que tanto amo, y a un cine tan especial, de los que quedan pocos, como es el Lorca.
Otra ida al cine salvadora fue ir a ver Érase una vez en Hollywood de Quentin Tarantino con mis amigas Vera y Francisca. Fuimos contentas, excitadas y calientes con ver a esos dos en pantalla grande filmados por Tarantino durante casi tres horas. La salida de las madres al borde de un ataque de nervios sosegadas por Tarantino y la belleza hegemónica hetero cis de Brad Pitt y Leo di Caprio. Brad Pitt merece una columna aparte, qué actor hermoso que amo hace tanto. Es lindo ver envejecer a los actores que vemos en el cine desde niñes, verlos reinventarse, repetirse, divertirse. Lo hermoso de Érase una vez en Hollywood es que se los ve disfrutando de hacer esa película. Adoré cada digresión extraña del guion, que los malos sean los hippies, que alguien por fin deje de romantizar el hipismo, amé a Leo di Caprio como actor traumado, perseguido, inseguro, bobón. Somos medio bobones los actores, ahogándonos en nuestro pequeño drama sin registrar mucho nada de lo que pasa alrededor. Disfruté extasiada con mis amigas riendo a carcajadas, comentando y gritando ante las Tarantineadas de siempre (sangre, violencia, venganza).
El auto rescate de ficción también funciona para la pareja, evitar que el hijo monopolice el territorio de lo que se comparte y ver juntos una película. Con Sebastián nos cansamos un poco del paco/pastabase que son a veces las series e hicimos un pacto de ver películas (aunque ahora volvimos a distraernos un poco con la última temporada de The Handmaids Tale). Un día vi que en twitter un alma caritativa compartió el link de descarga pirata de Parasito de Bong Joon-ho con subtítulos al español y la bajé en el acto. Destrozados de dormir poco hace meses nos metimos en la cama con la compu después de acostar a Balta, pusimos la película coreana y ni el mayor cansancio que sentimos en nuestras vidas dejó que nos durmamos ante esta joyita. Semanas después la seguimos comentando y charlando.
Otra salida-oasis fue la del estreno de La afinadora de árboles de Natialia Smirnoff. Lo dejé a Balta con les abueles y me fui al Gaumont. Qué linda actriz que es Paola Barrientos, me llevó con ella durante toda la película; otra película de búsqueda creativa… Es de una tristeza lo que pasa con el cine nacional; porque si no es al cine independiente, ¿a quién le interesa que la “heroína” de la historia sea una madre en sus cuarenta, en una laguna creativa, inmersa en el pequeño drama de la cotidianeidad familiar? A mi esta historia me habla y reconforta mucho más que los tanques que colman casi el 100% de la cuota de pantalla. Entiendo que son cosas diferentes, pero no puedo entender que no sea posible regular que todas las historias tengan un espacio en las salas de cine.
Nuestro cine son nuestras historias, las que ocurren en este territorio, con nuestros conflictos, nuestro humor, nuestros dramas y conquistas. Nuestro cine es nuestra soberanía, configura nuestra identidad, nuestro pensamiento. Y acá es cuando me enojo profundamente con la derecha que gobierna, porque no le importa la cultura, no cree que las personas necesitemos de las historias y del arte para atravesar nuestra propia historia. En la libre demanda de los mercados a quién le importa la sensibilidad, los procesos y los transcurrires de una madre puérpera (en el caso de quien escribe) que puede atravesar mejor un momento de su vida, pensarse y distenderse viendo una película. Eso que yo soy una privilegiada, tengo acceso a ver lo que deseo, bajarlo de internet o pagar una entrada de cine; otres se acompañan con la novela de la tele o la película que pasan en cable, o la serie que siguen en youtube. Pero no, la cultura se percibe como un gasto y un lujo para la elite que pueda consumirla; las prioridades son el vencimiento del próximo bono del terror, los capitales golondrina, las inversiones, vaca muerta… El ministerio de cultura puede precarizarse a secretaría y el INCAA puede vaciarse y descomponerse en silencio, total el arte nos sirve para nada. ¡Qué cabezas de termo!
Matar de hambre también es matar la imaginación, la posibilidad de crear mundos, el derecho de que cualquiera venga de donde venga tenga acceso y posibilidades de generar y consumir cultura.
PD: Esta entrega de mi columna era de cine, pero no quiero dejar de recomendar No sé cómo volver de Silvina Estévez, una serie docuficción sobre mujeres puérperas. Mucha gente ni sabe qué es el puerperio y esta serie tiene mucho de educación sexual integral para jóvenes y adultes. Se puede ver de forma gratuita por UN3 tv⚫