“El ave herida vuela en círculos”
Por Miguel Peirotti.
Es Deragh Campbell en la piel traslúcida de Anne en su mejor momento: en la resistente pero sensible dispersión de la resplandeciente mente sin tiempo-espacio de la protagonista, dramáticamente acertado enclave de la película que la sostiene siempre, si bien la acompaña con más calidez en las primeras situaciones adversas que vemos, desde donde se nos comunica la novedad, la condición médica de Anne, y a partir de cuyo punto empiezan a desvanecerse las proteínas dramáticas del nudo vial de las emociones que imparte el argumento de porque, para decirlo sin mayores rodeos, el relato se entretiene innecesariamente una y otra vez con el devenir, el devaneo de Anne sin el propósito de ascender a nuevos estadios de observación de su extraordinario modo de conectar con el mundo ni ofrecer pistas tajantes u optativas para la comprensión y asimilación de su historia clínica. Nada resulta considerablemente más magnético que el primer cuarto de la película (delimitado el cuarto por duración estricta del relato no por sujeción a estructura tripartita de actos). La película despega ya en las alturas y luego mantiene una velocidad crucero de narración pero sólo para indicar nuevas y repetitivas desventuras sociales de Anne. No creo que la analogía con Rowlands/Cassavetes le haga justicia al trabajo de Campbell/Radwanski y sobre todo considero que más allá de ser exagerada es directamente desproporcionada, por lo tanto insto a no seguir comparando ambas exploraciones por el bien de ambas duplas; más: en algún período del calendario histórico de la crítica de cine deberemos dejar de contrastar el aullido de cine-dolor que propuso disruptivamente “Una mujer bajo influencia” con cualquier película que cuente la historia de una mujer mentalmente frágil acorralada por la insensibilidad brutal del mundo que la rodea. El caso particular de Anne at 13,000 ft podría verse como una adaptación libre pero impulsiva, y por ello, en este caso, superficial del trabajo cassavetiano porque la energía y ferocidad del estilo del maestro del cine independiente estadounidense es puro napalm vertido a grados Fahrenheit desde el precalentamiento teatral mientras que los sucedáneos que quisieron remedar sus pasos no han podido hasta el momento evitar precipitarse a los abismos de la falsificación enclenque alimentada a kerosén diluido. La llama de la Verdad en el cine quema de verdad y no hay pomada con vitamina A que valga, por eso es una tarea relativamente fácil detectar y apresar desde la teoría y la expectación a quienes en la praxis reman contra la corriente torrencial del mencionado (por última vez mencionamos a) Cassavetes.
No es errático el tercer largometraje de Radwanski, y la decisión de planificar casi todo con muchos primeros planos es acertada por necesaria, pero es insistente. De una insistencia casi bizantina, aglomerada sobre sí misma. Lo que la película quiere decir lo dice al principio y después todo es repetición “moebiusina”. Tal parece que el guion hubiera sido escrito por una Anne que existe en este plano de la realidad: ella es un amor de persona, un ser de emotividad invertebrada (la simbología con las mariposas en la primera escena es obvia pero tampoco rechina: anuncia y sospecha) que impacta contra los muros institucionales y familiares de la vida, yendo y viniendo, yendo y viniendo, volviendo y yendo de vuelta. En esta ruleta sin control discurre el relato de una mujer frustrada por la irracionalidad; no es hostil el ambiente que la rodea, pero existe un velo que separa el sentido común sinuoso de Anne con la implacabilidad psicológica del contexto. Anne es una mujer orgullosa, contenta, pero también amarga y desolada. La empatía no brilla por su ausencia pero es opaco el fulgor que emana. Creemos en Anne y queremos verla volar por las nubes, está aprendiendo a los golpes y nunca estará lista para conquistar el mundo –porque un infierno gobernado por los Sensatos – pero es admirable como ella vive los 75 minutos de esta historia afirmando de modo testarudo –con la testarudez que podemos adjudicarle a su frondosa subjetividad– su dureza y su resistencia. Detrás de la crisálida psíquica que su cuerpo mental ha entretejido para protegerla, se parapeta un remolino de vitalidad tormentosa que colisiona con el apercibimiento comunitario que sus semejantes no pueden evitar trazar del trastorno que sufre. La desorientación de Anne se traslada a la dirección de Radwanski y no digo lo contrario porque es complejo determinar los límites del gobierno de Anne en su dominio y desde dónde o cuándo ejerce el autor canadiense su potestad sobre su creación. En esta confusión – acaso involuntaria, ¿voluntaria?– está lo mejor de la película: entre el soliloquio y la dirección de orquesta hay un cortocircuito y se expresa hormonalmente: Anne es Prometea desencadenada pero vestida con seda y telaraña y no resiste la voz alta de los demás aunque ella ande a los gritos. Su vida es una jam-session con “solos” que la zarandean de aquí para allá. Hay que comprenderla. ¿Quién resistiría tal tormento sin desvanecerse?

Titulo: Anne at 13,000 ft
Año: 2020
País: Canada
Director: Kazik Radwanski
