Es invierno, estoy al final de una clase de actuación, charlo con un compañero mientras nos calzamos para irnos, me cuenta que se va de viaje a acompañar su película, que se llama El Espanto, que la filmó con un amigo, que es su segunda película, que es un documental. Sin saber mucho de qué se trata quiero verla, de este compañero tampoco sé mucho pero siento que ya un poco nos comprendemos. Pienso en esta columna, que hace mucho no la escribo, que no sé porqué dejé de hacerlo, ni porqué no me doy el tiempo; pienso que no quiero que quede solo en un deseo. Una mañana de verano siento el impulso –no sé muy bien de dónde viene- y le doy play a la película. Todo sucede en una pequeña ciudad rural en el medio de Buenos Aires, es una ciudad que me recuerda mucho a Rio Segundo, donde pasó su infancia mi mamá. Los habitantes son entrevistados y hablan a cámara, cada uno tiene un mundo particular en la mirada que me deja atrapada, los directores hacen preguntas que nunca se escuchan, solo recibo las narraciones de los protagonistas que cuentan cómo se curan entre ellos. Para cada dolor usan una palabra, un rezo, un rito, generan movimientos especiales con el cuerpo, se pasan sapos por el cachete cuando duele una muela y a todo le imprimen una carga magnífica de fe. Me siento atraída por esta creencia en el poder propio, creer en las cosas que no se ven, creer en que algo va a suceder sin tener “pruebas”, lo siento como un salto de fe inmenso. Quiero aprender de ellos. ¿Será que cuando dejo de escribir es que me olvidé de mi propia fe? Parece que en esta pequeña ciudad hay una mujer muy mayor que está enferma y no se sabe lo que tiene, pero los entrevistados dicen que está con el espanto y que ningún médico va a poder curarla. Y que justamente el espanto viene de ver algo que no se puede nombrar, como si las palabras capturaran lo incomprensible y lo arrojaran en el mundo como un objeto para compartir. El espanto viene después de ver algo que no se sabe qué es, “sin pies ni cuerpo”, no poder nombrar lo que se ve, enferma. Dicen que ninguno de ellos lo cura, pero después revelan que hay un solo señor en todo el lugar que sí. Cuando hablan de esto cambia su manera de mirar, se ponen tensos, tímidos y a duras penas dicen que se trata de un señor que trabaja en los zapallos, que se llama Jorge y que nadie se anima a ir con él porque “cura por ahí”. No dudo un segundo de lo que dicen y siento una expectativa feroz por conocerlo. Cuando aparece me da la sensación que no tiene ganas de contar nada, solo dice que sí, que él cura el espanto y que lo hace en una habitación. Nos muestra el lugar, hay una cama destendida y no distingo nada más porque entra muy poquita luz; después no sabemos mas nada de él. Parece un hombre con poca energía, no se brinda a través de las palabras, no quiere contarnos ni convencernos de nada, siento que quiere que nos vayamos de su casa. Es casi opuesto a los demás entrevistados.
Hay una escena que me llama la atención, que sale un poco de la historia que se está contando: es una de las mujeres de este lugar que está en el patio de su casa desplumando una gallina, despluma con ímpetu, me tapo un poco la cara, no puedo terminar de ver la escena. Inmediatamente me acuerdo de mi mamá y su gallina Josefina. Cuando mi mamá era niña y vivía en Rio segundo, su abuela le había regalado una gallina que en verdad era para hacer sopa, pero ella era muy chica y no sabía nada de esto. Entonces la cuidó, jugó con ella, la alimentó y hasta la nombró. Una mañana Josefina desapareció del patio de la casa, mi mamá la buscó por todos lados, pero nada. Ese mediodía almorzaron sopa de gallina y sus hermanos le dijeron que ahí estaba su Josefina, que la saludara. Ni mi mamá ni mi abuela pudieron tomar sopa, ni esa vez ni las próximas. Pienso en qué hubiera pasado si esas palabras no hubieran sido dichas, hay tantas cosas que no vemos y que están sucediendo. Las palabras están cargadas de historias y cada vez que hablamos revelamos una parte de nuestra biografía. La película sigue: sucede un accidente en un puente, no se sabe bien qué pasó, solo nos enteramos por lo que cuentan los habitantes: una mujer dice que un hombre que estaba yendo a trabajar cruzó el puente y se esguinzó un tobillo, otro señor dice que le parece muy raro y sospechoso que un hombre camine por ahí de noche solo, otro que solo era un hombre yendo a pescar, porque en las noches de luna nueva se pesca mejor y se tropezó, a cualquiera le puede pasar, otra mujer dice que algunos tapan lo intapable, que la gente seria dice que él no iba a pescar y nos dice con un gesto de cejas que hay algo escondido que nadie quiere nombrar, y por último el almacenero dice que lo conoce, que sabe quién es, pero que no va a decir nada porque no corresponde. Cada uno habla con seguridad como si hubiera estado ahí. Comienzo a sentir que las palabras que en un momento curan, también pueden ser peligrosas. Pienso en las palabras que elegimos para hablar, en las historias que contamos y nos contamos, en cuantas veces habré dicho algo sin saber mucho lo que decía, en como un chisme puede destruir, en cómo una confesión puede liberar, en cómo una palabra puede alentar y abrir un mundo invisible y a la vez una puñado de palabras puede cerrarnos el corazón. Pienso en los efectos de las palabras en el cuerpo, en el almacenero de la película que cuando cura comienza a bostezar, porque nos dice que si bosteza es que está curando. Pienso en la percepción, las palabras son la conexión con la manera en que sentimos, miramos y soñamos el mundo. Recuerdo lo que alguna vez leí y dijo Ingrid Bengis, las palabras son la forma de acción capaz de generar cambio. Pienso en lo aliadas que pueden llegar a ser, en las veces que no dije y me enfermé de angina o en las veces que dije cosas que no quería y me salieron llagas en la lengua. Pienso que quiero guardar las palabras cuando no sepa qué decir o cuando se parezcan a una daga. Pienso en que quiero cuidar el idioma, aprender nuevos, inventar alguno, o muchos. Pienso también que puedo quedarme sin hablar por un tiempo, quedarme en el silencio por un rato para aprender a decir, para poder escribir mejor esta columna, pienso en que agradezco esta película que me hizo mirarme, mirarnos; quiero aprender a decir de otras maneras, decir de corazón alguna próxima cosa, encontrar otra palabra para nombrar eso que ahora llamo “cosa”. Silencio para conectar con lo que está esperando hacerse “cosa”, palabra, curación. Quiero no asustarme por ver lo incomprensible, disolver el espanto en un rezo, en una poesía, quiero que la poesía sea la manera de estar en el mundo. Quiero aprender de los hechiceros de la película, aprender de su fe, inventar mis propias curas para cuando pase mucho tiempo sin escribir o me quede empantanada en la mitad de una oración, quiero ayudar a otros a decir, quiero que nombremos hasta lo que no pueda nombrarse, quiero que hablar sea lo más parecido a cantar, quiero que mis palabras sean brillantes, que sean un paso de baile, quiero amar con las palabras, quiero que sean un beso, una caricia, un abrazo, quiero que Manuel se despierte y decirle que lo amo⚫