Entrevista a Eugenia Campos Guevara (Genil Cine), productora de El príncipe de Nanawa

“La clave para producir una película tan larga y frágil es mantener un motor energético parecido al amor, que une al equipo y permite enfrentar la incertidumbre sin perder la esencia ni convertirse en una producción industrial rígida.”

Producir una película durante casi una década, en contextos tan frágiles como los de Paraguay y Argentina, suena casi heroico. ¿Qué fue lo más desafiante de sostener ese acompañamiento durante tantos años?

En mi caso no fueron 10 años, yo entré como productora al proyecto un poco más tarde. Clarisa, Lucas y Liz, del colectivo correntino-paraguayo Yaguá Pirú, venían filmando desde 2015, antes de que yo los conociera incluso; yo me sumé en 2019, algunos meses antes de la pandemia. Desde que conocí a Clarisa, nos hicimos muy amigas y ella siempre me hablaba de Ángel. Un día me mostró algo de lo que habían filmado como para que yo le pusiera voz y rostro a ese niño de las anécdotas, y recuerdo que cuando empecé a ver el material, me emocioné hasta las lágrimas. Creo que la sensación que ella tuvo al conocerlo trasciende la imagen y llega a cualquier persona que accede a esa escena. Y eso me pasó. Cuando se trata de procesos tan largos y tan demandantes porque implican suspender seguido la cotidianidad de las personas involucradas, viajar, cambiar de alguna forma la inercia de los días, pienso que es absolutamente fundamental que haya un motor de origen muy fuerte que una y otra vez imante y vuelva a encender al grupo. Es una cualidad energética que sucede seguido en el cine. Y que sin dudas se parece mucho al amor. Entonces, en algún punto, nunca sentí que estuviera sosteniendo un acompañamiento, ni que estuviera colaborando con algo que era de “una directora” y menos que fuera difícil hacerlo. Era inevitable, como el amor. A mí me habían invitado a ser parte de algo que me tenía encantada y ya estaba adentro al igual que los chicos y al igual que Ángel mismo.

En una entrevista previa, Clarisa habló de “una película que no responde a moldes industriales”. Desde la producción, ¿cómo se equilibra esa libertad creativa con las exigencias de financiamiento, coproducciones y cronogramas que a veces piden lo contrario?

En términos de producción, esto que narro como punto de partida de mi ingreso al proyecto tuvo un correlato, una bajada concreta y material muy clara que es la asociación de Gentil Cine (mi productora) con Yaguá Pirú en términos horizontales. Claro que teníamos algunas tareas y responsabilidades diferentes y claro que hubo en esa forma de producir momentos de zonas grises, estreses y hasta desentendimientos, pero el punto de partida del proyecto fue tan claro y contundente que siempre volvíamos a barajar y dar de nuevo. Yo siempre les dije a Clarisa y a Lucas que mi mayor miedo en esta película, con el correr del tiempo, era volverme la productora ajena que desde Buenos Aires, desde un escritorio, paga, rinde los fondos y dice “sí” o “no”. Por suerte, batallamos contra eso y lo logramos. No hubo una estructura vertical y absoluta donde de mi lado caería la plata y la logística y del lado del “equipo técnico” la ejecución de unas tareas pre-pautadas para volver con lo necesario de cada instancia de rodaje. No se dio así y creo que por eso se pudo sostener el proceso que, como bien dijo Clarisa, no responde a moldes industriales. No es mi forma de encarar ningún proyecto y menos uno como este, documental, que implicaba relacionarse con un niño y luego con un adolescente, en un territorio tan tironeado como es cualquier frontera latinoamericana, durante tanto tiempo. Yo quería estar ahí, quería estar cerca. ¡Era demasiada incertidumbre como para perdérsela!
Éramos una pequeña comunidad (Ángel incluido) que viajaba, jugaba, bailaba, comía, charlaba de cosas muy personales, incluso discutía y también, a veces, filmaba. Digo “a veces” y ahí es donde residía la dificultad principal. El rodaje no era lo principal y las imágenes que se generaban no ocupaban un lugar claro en el rompecabezas que sería la película. No había forma de saber si faltaba mucho, poco o si el corte final ni alcanzaría al presente en que estábamos cada vez. Administrar el dinero, saber en qué momento acercarse a coproducores e incluso traducir las necesidades de la película al idioma de los fondos era particularmente difícil por eso. Y a la vez, súper necesario de lograr. Ninguna de las personas que somos parte de esta película es millonaria ni mucho menos, y era vital tratar de acercar recursos a la película para que fuera factible seguir. Porque costear cada viaje del bolsillo de cada uno, suspender la vida y otros trabajos por 1 o 2 semanas cada vez y ni hablar de cuando llegara la postproducción: encerrarse a montar una película como esta durante meses, sin montajista y sin recursos… no iba a ser algo factible. Creo que a veces ser productora requiere de ser una especie de doble agente. De alguna forma, hay que saber tomar los elementos de la película REAL que sirven para captar la atención y para volver legible el proyecto ante fondos e instituciones sin incumplir sus términos teniendo siempre en mente que esos fondos deben potenciar a la película REAL que es frágil y no tiene forma definida, sin encorsetarla ni traicionarla. Sin dudas hay épocas en que ser territorio de esos fuegos cruzados se vuelve difícil. Sobre todo cuando se ingresa en momentos políticos como en el que estamos ahora donde lidiamos con una cantidad enorme de incomprensión de nuestro quehacer y de prejuicios.

¿Cuál fue la estrategia clave para mantener viva la película cuando parecía que podía quedar inconclusa? ¿Qué alianzas o decisiones fueron decisivas para llegar al final?

Yo nunca pensé que la película quedaría inconclusa. Sí que podía pasar que de esos 10 años, 6 fueran a parar al corte final y termináramos con una peli sobre la niñez sin llegar a la adolescencia, o que tardáramos más en lograr postproducirla con todos los problemas burocráticos que eso trae, pero creo que siempre tuve muchísima convicción de que esta película se terminaría. Pero sí es cierto que la postproducción particularmente era una etapa que a mí me daba un poco de miedo en términos económicos. Ya nos habíamos acostumbrado a la incertidumbre del “rodaje”, si es que se puede usar esa palabra, pero la postproducción era un desafío porque de alguna forma significaba volver con nuestro precioso y amado caos a un terreno más parecido al de la industria. Porque ya implicaba sumar a más gente, porque siendo que teníamos tanto material sabíamos que iba a ser larga (y cuanto más larga, más cara), porque teníamos en claro que era importante lograr una síntesis sensible y una calidad técnica profesional para que todos estos años vibraran alegremente dentro de la película y fueran sentidos por una audiencia que no había estado allí. Una película filmada con escasos medios técnicos, a mi entender, no puede repetir ese esquema en la postproducción porque corre el riesgo de quedarse hablando sola. En términos concretos, precisamos de más de 1 año y medio de montaje que se dio en diversas etapas, 6 meses de postproducción de sonido, y varias semanas de conformado, corrección de color y deliveries complejos por la duración de la película y porque está dividida en dos partes. En este sentido, fue clave la figura de Invasión cine, una productora colombiana especializada en cine documental que consiguió el apoyo de su fondo nacional para El príncipe de Nanawa y así pudimos solventar los costos de postproducción y de los últimos viajes que se dieron desde junio hasta septiembre de 2024. Yo creo que algo que hicimos inconscientemente pero que fue muy útil, fue escalonar los fondos. No pedimos todo a la vez ni pedimos todo para todos los rubros. Siendo un proceso tan largo y teniendo los fondos restricciones de cronograma como bien decís en tu pregunta anterior, la financiación de la película arrancó con fondos de desarrollo del FNA, del Fondec (fondo paraguayo a través de la coproductora paraguaya Tekoha Audiovisual) y de Ibermedia, luego siguió con fondos de producción como el INCAA e Ibermedia de copro y terminó con el apoyo del fondo colombiano Proimágenes para la última etapa de rodaje y la postproducción. De esta manera, cada fondo marcó de alguna forma una etapa de la producción de la película y unos términos, condiciones y materiales a entregar como compromiso asumido por Gentil. Claramente tuvimos problemas y también grandes aliados dentro de las mismas instituciones que nos guiaban una y otra vez para encontrar las formas de seguir enmarcadas en lo esperable aunque estuviéramos en medio de un proceso muy atípico. Por suerte, hay “dobles agentes” en todos lados.

En tu experiencia, ¿qué diferencias encontrás entre producir una ficción, con sus tiempos y planificación más definidos, y sostener un proyecto documental tan extenso y abierto como El príncipe de Nanawa, que implicó acompañar una historia real a lo largo de casi una década?

La verdad es que nunca pude producir una ficción con tiempos demasiado predefinidos tampoco, supongo que no se me da bien, o que a los directores con los que trabajo no se les da bien. Siempre las películas necesitan una vuelta, con el tiempo van mutando, van creciendo, se ponen en duda ideas que estaban firmes meses antes y los procesos siempre, en mi experiencia, terminan siendo más largos o requiriendo de recursos y alianzas que no estaban pensadas desde el comienzo. Nunca viví la experiencia de agarrar un guion, aplicar a fondos durante un año o dos máximo, conseguir hasta el último peso del presupuesto planteado, filmar en cuatro semanas el guion propuesto, volver y montar en diez, postproducir, estrenar y chau pichi. Nunca lo viví, solo como técnica tal vez. Antes de armar Gentil Cine, fui jefa de producción de varias pelis, entre ellas Las mil y una, y siento que solo así pude relacionarme con el cine de manera ordenada, con principio y fin y con metas claras, aciertos claros, errores claros. Tal vez es algo que tenga que aprender o tal vez sea una cuestión de base, estética casi, de mi forma de producir. Siempre la incertidumbre y el riesgo son motor de todos los proyectos que produzco. Y me gustan los guiones porosos, que dejan lugar a cierto azar y a que la realidad pueda irrumpir más fácilmente en el rodaje. En ese sentido, sin dudas que no me quedaba tan lejos ni tan inorgánico el caso de El príncipe con su extensión y su apertura.

¿Creés que la comunidad audiovisual está sabiendo articularse y responder colectivamente a este momento crítico? ¿Qué alianzas regionales o internacionales pueden ser claves?

Creo que la comunidad audiovisual y cinematográfica argentina es inmensa. Esto es gracias a la educación pública, a nuestra historia y a los años sostenidos de fomento. Y por ese motivo nuestra comunidad está compuesta por sectores muy diversos en términos ideológicos, geográficos, de clase, etc. En un punto es lo que nos hace tan fuertes y tan reconocibles en el resto del mundo y a la vez es una gran amenaza a la articulación y las respuestas contundentes colectivas. No es fácil volcarnos a una voz en común sin perder singularidades ni discursos disidentes que son los que realmente nos hacen fuertes. Creo que hay algo en este “momento crítico”, como llamas, que tiene que servir para unirnos más y poder mirar con claridad y honestidad los problemas de frente sin olvidarnos de nadie y sin ponernos por encima de nadie. Más allá de todo lo que está sucediendo con este gobierno y en particular esta gestión del INCAA, nosotros tenemos hace décadas un gran talón de Aquiles, o dos (ambos talones): la preservación de nuestro cine y la distribución. Son dos áreas de nuestro quehacer que hace ya muchos años y por error no son prioridad de quienes hacemos cine. Y a la vez creo firmemente que son los dos elementos claves que fundamentan la necesidad del fomento. Si no miramos cine, si nuestro cine no llega a todo el país, si quienes miran cine no adquieren el gusto de ver películas nacionales y si las maravillosas grandísimas obras del pasado de nuestra cinematografía se avinagran en cualquier sótano esperando que Fernando Martín Peña o algún otro héroe las encuentre… ¿Qué valor le estamos dando a lo que hacemos hoy? Veo una cadena secreta y corrosiva entre la desidia con la que la industria trata a las películas terminadas y el desdén y desidia con la que nos tratan quienes deberían fomentar nuestro cine. Y creo que ahí hay una pista de hacia dónde deberíamos movernos comunitariamente en estos tiempos.

En este contexto de políticas de ajuste y desfinanciamiento al sector cultural, ¿qué riesgos concretos ves para el cine argentino, especialmente para proyectos independientes y procesos largos como El príncipe de Nanawa?

Creo que en este contexto prácticamente solo pueden existir proyectos como este. Pensá que la producción de El príncipe de Nanawa atravesó cuatro gobiernos. En una película de largo aliento, de insistencia, de paciencia, de incertidumbre… la crisis y la inestabilidad son parte de su estética. No por romantizar la crisis ni la inestabilidad, pero sí por ser conscientes de que siempre hemos hecho grandes películas pese a eso. Y lo digo porque creo que siempre tenemos que exigir más, unirnos más, demandar más, pero también tenemos que salir de esos discursos derrotistas que solo nos llevan a la impotencia, a la rigidez y a la depresión. La derecha busca eso, el ajuste busca eso. Que nos deprimamos, que nos paralicemos, que dejemos de hacer, que perdamos el humor y la capacidad de acción. Yo creo que eso no debería frenar a nadie. No lo digo como algo omnipotente ni negador. Lo digo con conciencia plena de que nos están complicando la vida de manera brutal. Pero sabiendo que el terreno fértil para el cine o cualquier otra forma artística rara vez en la historia requirió de estabilidad, calma y consenso. Hay épocas en las que la tendremos mínimamente más fácil y épocas como esta en que la tendremos bastante más difícil. Pero retomando lo que decía anteriormente, el riesgo real para el cine argentino para mí se relaciona con el desencantamiento de las audiencias. Y esto tiene que ver con varias cuestiones: desde el desconocimiento por el cine del pasado hasta los feroces esfuerzos colonizadores que llegan por todos lados y nos incitan a mirar solo para afuera, pasando por la falta de canales apropiados de distribución y de difusión. Yo creo que esta es nuestra mayor amenaza. Si el pueblo argentino hubiera saltado a defender al INCAA y a otros institutos de la cultura como lo hizo con la educación pública o con la salud pública, no estaríamos en esta situación ni sentiríamos que estamos batallando solos. Por eso creo que tenemos que tomar consciencia de eso e irnos preparando más para no ser tan fácilmente demonizados ni abandonados en nuestro quehacer la próxima vez que algo así acontezca. Porque eso es lo otro, los gobiernos pasan, la cultura queda. No es que borrás de un plumazo la cultura ni el arte nacional de un país ni en un mandato presidencial, ni en dos, ni en diez. Nuestra verdadera amenaza es lo que se cuece en el imaginario popular. Y creo que tenemos que prestar más atención a eso.

En un contexto global de festivales cada vez más competitivos, ¿cómo ves la recepción del cine argentino en el mundo hoy? ¿Qué oportunidades persisten y cuáles se están cerrando?

Yo creo que la recepción del cine argentino en general es muy buena, como lo ha sido siempre, lo que es innegable es que se está produciendo mucho menos en un momento en que otros países de la región están produciendo mucho más como el caso de Chile, Colombia, Uruguay, México o Brasil. Por eso, aliarse a países de la región cada vez que sea posible y ser de alguna forma más tirando hacia el mismo lado por la película es realmente la diferencia más grande que una puede lograr en un cine artesanal y diferente. Es muy difícil quebrarle el saque al mercado y a las tendencias cuando una termina una película “inclasificable” y ya no queda dinero para la distribución, pero por eso hay que ponerse metas acordes y buscar aliados que entiendan la peli que hicimos. En el caso de El príncipe de Nanawa es una película donde su valor de producción y atractivo principal reside en el tiempo. 10 años no es algo que pase desapercibido ni que sea tan frecuente de ver. Frente a esto, una “debilidad” en términos de marketing: la duración de la película. Esto espanta a muchas distribuidoras y agencias de venta. Lo que hicimos fue entonces elegir para el estreno de la película un festival especializado en documentales, porque sabíamos que ahí los programadores y el público serían más propensos a valorarla y reconocer en ella su potencia entregándose a su duración. Obviamente que no siempre una tiene ese deseo y es invitada por Visions du Réel en competencia internacional y gana el premio a mejor película; está claro que no siempre sale todo tan bien y ese era nuestro mejor escenario posible, casi inimaginable. Pero sí creo que hay que apuntar a cosas posibles para no estar años girando con las películas buscando que nos invite un festival clase A cuando no todas las pelis son para eso (y por suerte). Y lo otro que está pasando es que los distribuidores cada vez son más reacios a apostar por cines no convencionales. Ya no es nada frecuente algo que sucedía hace 6 o 7 años que es que los agentes de venta adelanten plata para tener los derechos de una película autoral. Entonces me parece fundamental en este momento, como decís, tan segmentado y competitivo, plantear objetivos realmente acordes a las películas que tenemos entre manos. Pensar bien en eso de cola de león o cabeza de ratón. Para mí es cabeza de ratón, siempre. Y en todo caso aprender a hacer el trabajo, enviar a festivales, averiguar circuitos independientes de otros países, conseguir los contactos y escribir como productora uno a uno hasta que se vaya abriendo el camino de la película. Yo hice eso con muchas de las películas que produje y lo estoy haciendo con El príncipe de Nanawa. Es muchísimo trabajo, es cierto, pero también es gratificante y te permite acompañar mejor la película.