“Ojos curiosos”
Por Rocío Molina Biasone.
Los adioses son de los eventos más difíciles que existen en la vida de todo ser humano. Porque el adiós no es un “hasta luego”. No es el anuncio de una separación temporaria, o extensa. Se trata o de una despedida que se abre a una ausencia temporalmente indefinida, o bien, de un final. En la mayor parte de los casos, este final viene a ser la misma muerte —algo que ningún ser vivo sabrá jamás describir o delimitar— y en ese contexto, el adiós se da entre alguien que se queda, y alguien que se va.
El séptimo arte siempre ha contado con una amplia gama de obras que podrían llamarse “adioses cinematográficos”: homenajes fílmicos, ficciones o documentales, dedicados a grandes personas —grandeza social, política, artística, o inclusive afectiva— por parte de alguien que les admira, o por alguien que les quiere. Dicho de manera más simple, el que filma un adiós tiende a ser quien se queda, y su obra tiende a servir como reemplazo de ese adiós que no pudo ser, porque ese otre ya no está.
Pero Agnès Varda nunca fue una cineasta que siguiera la tendencia. Se siente más a gusto en la playa, pero no sentada en su silla de directora, sino parada, su rostro contra el viento y la arena, siempre yendo a enfrentarse con esas fuerzas naturales, y no tan naturales. Y por eso no nos extraña que eligiera hacer de su última película, Varda por Agnès, un honesto y sensato adiós a sí misma, antes de partir, y en plena conciencia de que esa partida no tardaría en llegar.
No es la primera vez que un abrupto saberse y sentirse mortal la llevó a hacer una película sobre sí misma, sobre su arte y la gente que la acompañó: Las playas de Agnès (2008) se estrenó hace ya más de una década, y Varda misma reconoció que el motivo detrás de ese film fue un sentido de alarma, de no saber cuánto tiempo más podría seguir haciendo cine.
Las playas de Agnès podría entonces ser un hermoso ataque de pánico. Pero Varda por Agnès es una reflexión compartida, un homenaje a sí misma, pero por sobre todo, a toda la gente que atravesó e hizo posible su cine. Varda, como siempre, se para en la vereda —o en la orilla— opuesta respecto del prototipo de director o artista despótico, y en su visión profundamente humanista, se sienta en el escenario de un teatro, frente a un enorme auditorio, a contarnos sus historias de vida como si fuéramos amigues de toda la vida.
La directora belga resume su forma de hacer arte —porque no se quedó con el cine, sino que ya en su adultez incursionó en las artes visuales, con obras que expuso tanto en el museo y como en la calle— en tres conceptos indispensables e irreductiblemente relacionados entre sí: la inspiración, la creación, y el compartir. Esa afirmación, que inicialmente podría parecernos una obviedad, y hasta algo naïf, resulta ser absolutamente cierta: les artistas solo pueden crear cuando se inspiran, pero la inspiración también les llega solo en la medida en que se permiten crear, es decir, cuando encuentran distintas formas de inspirarse, pues la inspiración también se establece en cuanto praxis; y a su vez, ¿quién puede inspirarse sin compartir, en la presencia o en la virtualidad, con su familia o con más artistas; o bien crear una obra absolutamente en soledad, sin la participación o el apoyo de otres? ¿Y qué sentido tiene crear una obra, si no es para compartirla?
En el cine, al menos, aquello es decididamente imposible, y Varda se encargó siempre de desafiar la bastardeada noción del “genio” artístico, que el Romanticismo ya había usado y abusado, y que este nuevo y joven arte retomó para construir esa figura, devenida en ídolo intocable, que hasta hoy siempre ha sido el director cinematográfico.
Las imágenes que se nos presentan en este adiós cinematográfico son, en su mayoría, recicladas y ya familiares para quienes hemos visto gran parte de la filmografía de Varda, pero es su resignificación lo que importa, el valor que todas esas imágenes adquieren por fuera de las obras para las que fueron capturadas, puestas en común, décadas más tarde, gracias a la narración de su creadora.
La forma perfecta para definir la visión de Agnès Varda es “curiosa”. Esto no lo digo yo. Lo dijo ella: “tengo los ojos curiosos”. Es gracias a esa afirmación reflexiva que descubro la perfección con la cual ese adjetivo describe su arte, que no es necesariamente una cualidad presente en toda manifestación artística: el cine de Agnès Varda es esencialmente curioso.
Curioso en cuanto observa y escarba allí por donde la mayoría nunca se molestaría en detenerse. Curioso porque sale de sí misma para encontrar su obra en el afuera, más que en el adentro. Curioso porque es un cine altruista, pues no hay nada menos curioso que el egoísmo, que pensar que afuera no hay nada por aprender o por mostrar, o estar convencide de que el arte que vale la pena se construye pura y exclusivamente en la mente de les artistas. Curioso ya que no solo mira, sino que habla, dialoga con aquelles que la sociedad se empeña por tapar e ignorar. Curioso porque su ojo se posó sobre gente de todas las edades, colores y trasfondos; sobre lugares pequeños e ignotos, o grandes y célebres ciudades; sobre injusticias cotidianas y sociales, o problemas personales que hacen eco de males generalizados.
Varda por Agnès es, ante todo, un film sobre la curiosidad de una cineasta que partió poco antes de cumplir 91, es decir, demasiado temprano
Título: Varda por Agnès
Año: 2019
País: Francia
Director: Agnès Varda