(Publicado originalmente en Revista Caligari, Año 1 – Número 4)
Por Andrés Schinocca Cambiasso.
La última vez que había comprado pochoclos en el cine, era un recuerdo que se me presentaba muy borroso, pero sin dudas habían pasado, al menos, unos quince años. En esta ocasión era algo más oportuno, ya que no cumplían ese rol de satisfacer una ansiedad oral. En principio, porque para ese papel ya tenía al cigarrillo como aliado, y en especial porque el pochoclo era para entretener a mi hija. Algo tenía que hacer la pobre, no era fácil tenerme de padre ni mucho menos divertido, en particular en esos días en que todos los aspectos de mi vida se estaban reorganizando. Apenas terminaba de hacer la mudanza, pero eso no quería decir que ese minúsculo departamento que pude alquilar no estuviera repleto de cajas, papeles, restos de cinta adhesiva, y cosas mías mal empacadas, por lo que vestirme podía llevarme un buen rato. En este escenario, por supuesto que se le hacía algo incómodo a la niña no solo jugar, sino más bien estar, pero por algún motivo no lo expresaba. Como si tuviera cierta empatía hacia mi, como si no quisiera presionarme. Era algo muy considerado, desde ya, pero no dejaba de ser extraño que ella, con solo seis años, tuviera esa actitud tan comprensiva.
En definitiva, se merecía esos pochoclos que tanto saboreaba, así como lo hacía yo con mi cigarrillo en la puerta de entrada al cine. Y más aún cuando esa salida al cine era más bien una salida obligada, ya que en ese momento en particular, en esa noche en particular, era mi lugar de trabajo. Pocos días atrás había asistido a una especie de premiere, extraña, que comenzó en la sala y se mudó a unos pasillos internos detrás de la pantalla. Solo dos días después de esa noche, la noticia de la desaparición del joven director de esa película ya era algo en boca de cualquier transeúnte. Cuando conté en la redacción que yo había estado esa noche, y que había sacado fotos, pero no sabía bien por qué se habían borrado, por supuesto nadie me creyó. Al principio me miraron con cierta afirmación de mi incompetencia, por ser un fotógrafo en el hecho al que se le borran las imágenes, pero casi inmediatamente sus miradas se fueron inclinando hacia esa condescendencia característica que adoptan las personas cuando alguien, en este caso yo, está pasando por un mal momento.
Me propuse entonces ir a buscar imágenes que pudieran dar un poco de luz a este asunto, y de esta manera cambiar mi imagen en el trabajo. La presunción de mi incompetencia no era para nada alarmante, pero sí sentía la imperiosa necesidad de eliminar esas miradas y esos gestos de condescendencia que tanto detestaba. Según lo que había podido averiguar, no tenía mucho más que dos semanas para obtener buenas imágenes o buenas pistas para el caso de la desaparición de este joven director, porque aparentemente era eso lo que duraban las películas argentinas en cartel. Con esto en consideración, decidí no perderme ninguna función, por lo que debía estar todos los días a las 19:45.
La compañía de mi hija se debía sencillamente a que no tenía con quien dejarla. Hacía mucho que no hablaba con mis padres, ni siquiera les había contado que me estaba separando, y menos lo haría para que cuiden a mi hija mientras yo iba al cine, pero no a disfrutar de un momento de esparcimiento, sino a cumplir con una dudosa tarea. Cuál era exactamente esa tarea era algo que no tenía muy en claro todavía. Pensé que al ver quiénes entraban a ver la película tal vez podría reconocer a alguien de aquella primera función, y qu eso de alguna manera me daría una pauta. Incluso aquel día parecía que todos los que estaban en la sala se conocían, por lo que si reconocía a alguien, tal vez podría interrogarlo brevemente acerca del director.
La verdad es que era bastante nuevo en estas cosas de investigaciones, ya que nunca había sido algo que incluyera mi trabajo, pero de alguna manera sentía la necesidad de hacerlo, y hasta le encontraba un cierto placer. Por momentos me recorría una sensación como de entusiasmo exacerbado, que me llevaba al recuerdo de cuando mi madre me iba a buscar al colegio. Ella siempre aprovechaba para hacer las compras y a mi me dejaba esperando en el auto en doble fila, mientras ella iba de la panadería al supermercado, y de la verdulería a la carnicería. Era un tiempo muerto para mí, que ocupaba, gracias a esa inventiva propia de los niños, jugando a que era un detective. Ubicaba todos los espejos del auto en dirección a una persona determinada que pasaba por ahí y seguía todo su recorrido, disfrutando de mi capacidad de espiarla sin que sospechara que yo existía. Esa noche frente al cine, experimentaba algunas de esas sensaciones de regocijo infantil, reforzadas aún más por la cámara de fotos y el cigarrillo que potenciaban la idea del detective en favor de mi juego. De cualquier manera, esto no era de gran ayuda, porque ninguna de las personas que entraban al cine me resultaban familiares.
Y ahí estaba yo, tomando fotos frenéticamente de personas y cosas que no me significaban nada en absoluto, mientras el balde de pochoclo se vaciaba y la niña ya perdía la paciencia por lo absurdo de ese momento. Entonces, decídi entrar para ir a la boletería. Apagué el cigarrillo, guardé mi cámara en el bolso, cargué a mi hija en brazos y caminé hasta llegar frente a una señora que estaba sentada con sus ojos sobre la pantalla de una computadora del otro lado del mostrador. Detrás de ella colgaban los paneles típicos por los que se deslizan todos los nombres y los horarios de las películas. No estaba allí el nombre de la película en cuestión. No quise ser demasiado evidente en mi investigación, porque ella podría tomar la actitud reacia que suele tomar la gente con los que hacen mi trabajo y eso, desde ya, no sería beneficioso.
—Hola, buenas noches —la saludé—. A las ocho menos cuarto, ¿qué películas hay en cartel?
Me leyó de forma casi automática una lista de películas mucho más extensa de lo que imaginaba, pero ninguno de esos títulos era el que yo esperaba. Un poco sorprendido, la miré.
—¿Es posible que entre las salas haya algún sistema de pasillos comunicados por las puertas de emergencia?
La señora me miró frunciendo el ceño y como sin comprender de dónde venía esa pregunta.
—Le digo porque, hace unos días, asistí a una función y parte de la película se terminó proyectando en uno de estos pasillos. ¿Eso es algo habitual o…?
—Existe algo parecido con las puertas de emergencia, pero en general desembocan a la calle porque, bueno, son por si pasa algo, pero quédese tranquilo que cumplimos con todas las normas de seguridad —me contestó.
—Sí, sí, está bien, comprendo. Pero no suelen hacer eventos ahí o algo parecido…
—¿En los pasillos? —Mientras miraba muy confundida, asentí con la cabeza—. Eh… No, no. No lo creo, al menos no que yo sepa.
—Está bien, disculpe. Muchas gracias.
Me di la vuelta y, algo perturbado, me dirigí hacia la salida.
—¿De qué estaban hablando con la señora, papá?
Estaba tan concentrado en todo esto, que me había olvidado de la presencia de mi hija, incluso cuando la tenía en mis propios brazos, por lo que su pregunta me sobresaltó.
—De nada, hijita. No te preocupes, son cosas del trabajo de papi, nada más.
—¿Vamos a ver una película al final? —me preguntó desorientada.
—Sí, podemos, sí. Pero en casa porque ya es muy tarde y mañana hay que ir al colegio.
No contestó.
Justo al atravesar la puerta corrediza del complejo de cines, el calor húmedo propio del verano porteño, en contraste con los exagerados aires acondicionados del lugar, me provocaron un sacudón tal que decidí bajar a mi hija al piso. Después de todo, ya tenía seis años, y no era necesario que la cargara. Solo unos pocos metros recorrimos hasta la esquina y nos detuvimos frente a la senda peatonal para esperar el semáforo, pero algo llamó mi atención unos metros más abajo, doblando en la esquina. A pesar de la poca luz de esa cuadra, logré reconocer al hombre de gran tamaño y pelo frondoso que había oficiado de presentador en la extraña premiere de hace unos días. Caminaba a paso apretado hacia el lado opuesto al mío. De manera instintiva, volví a cargar a mi hija en brazos y caminé apresurado en su dirección. Estaba seguro de que era él, y pensé que tal vez podría acercarme y conversar un momento, hacerle algunas preguntas, no lo tenía bien en claro, pero sabía que no podía dejarlo ir.
Fracasé. Un auto lo esperaba en doble fila y arrancó a penas el hombre subió por la puerta trasera. Viendo el auto escurrirse por la callejuela, decidí inspeccionar de dónde había salido el presentador.
Para mi sorpresa, comprobé que era de una puerta de emergencia del cine. Un ancho y largo pasillo se incrustaba entre los edificios para terminar en una de esas grandes puertas que solo pueden abrirse desde adentro, empujando esas típicas barras rojas. Por un momento, pensé en caminar por el pasillo hasta la puerta e intentar abrirla, a ver si la suerte me ayudaba, pero inmediatamente me acordé de que no podría hacer eso estando con mi hija. Algo frustrado, decidí volver a bajarla. Un pequeño papel cerca de la puerta llamó mi atención esta vez. Me acerqué y lo tomé. Era blanco y con letras negras que rezaban “Productora de Contenidos Crisma”, y en el dorso de la tarjeta había una dirección y un número telefónico. No era mucho, pero tal vez podría googlearla y entretenerme en el viaje de vuelta a casa. La guardé en el bolsillo, y al levantar la mirada hacia mi hija, descubrí la confusión en su cara. No era temor ni mucho menos, era más bien algo de enfado. Quise subsanar ese ida y vuelta y decidí cargarla hasta la parada del colectivo, pero no me dejó.
—Dejá papá, no te preocupes. Camino.
Con cierta sorpresa, caminé detrás de ella hasta volver a la esquina, pensando en que esta noche no sería algo muy favorable para que le cuente a su madre. No me haría quedar muy bien, pero tampoco podía obligarla a no contarle. Ya resignado, nos subimos al colectivo, pensando en que no tenía nada que hacer.