Por Martín Farina
(Publicado originalmente en Revista Caligari Año 1 – Número 4)
Cuando me propusieron desde Revista Caligari escribir algunas líneas sobre mi trabajo, estaba saliendo a grabar una de las que creía iba a ser de las últimas escenas de una nueva película, en la que sigo trabajando sobre algunos miembros de mi familia como eje central del relato. Justamente, en este caso, tenía organizada una entrevista con el oncólogo de mi primo, que lo está tratando por un linfoma de Hodgkin. En realidad, cuando digo una entrevista, estoy pensando en una escena más de ficción, en la que los personajes desarrollan acciones y dicen palabras en un contexto más bien dramático. Siempre trato de extrañarlos un poco. Hay algo de cierta importancia que conlleva el acto de interpretar un personaje, y en el caso de los personajes verídicos que actúan de sí mismos hay algo extra que me encanta. Me gustan esos efectos un poco reales, otro poco forzados, de la gestualidad de un no actor encarnando el personaje de sí mismo bajo las órdenes de otro que cree conocerlo, pero que en verdad lo desconoce. Hay allí un aire de grandeza humilde.
Entonces llegamos al hospital, todo muy serio. Armamos la escena y grabamos algunos movimientos del instante de la llegada. La puerta que se cierra, el choque de manos. También grabé a las enfermeras, que suelen estar fuera de campo u ocupadas en alguna tarea de asistencia secundaria. Me gusta escucharlas cuando hacen el cambio de turno y repasan la lista de los medicamentos que se le han administrado a los pacientes, como para que no haya errores en el turno venidero. También filmé una pelea encarnizada de palomas que supuse se debía a la conquista del territorio: había un nido montado en el zócalo exterior de una de las paredes, justo donde estaba empotrado el extractor de un aire acondicionado, al borde de una de las ventanas de la sala de terapia intensiva. Para que se den una idea más clara, la pelea entre las palomas sucedía en un espacio de quince centímetros de ancho entre el aire acondicionado y la ventana de la sala de terapia donde los pacientes estaban descansando. Las dos palomas chocaban contra la ventana sin darse tregua.
Finalmente, llegó el turno de mi primo. Se sentó frente al médico y comenzaron la entrevista que tenían que tener. Cuando este último empezó a hablar, dijo lo que ya esperábamos. Quimioterapia. Buenas probabilidades de recuperación. Tener paciencia. Ser fuertes. “Tengo muchos pacientes que tuvieron este mismo diagnóstico y se recuperaron completamente”, etc. Pero después habló de otros aspectos que consideraba tanto o más importantes que lo anterior, necesarios para tener un entendimiento más profundo de qué cosas estaban en juego y de qué forma podría atravesar esta enfermedad. Dijo que el linfoma es un asunto del sistema inmunológico, y entonces preguntó:
—¿Sabés de que se ocupa el sistema inmunológico?
Mi primo dudó un poco, pero finalmente negó con la cabeza.
—Bueno —siguió el médico—, se ocupa de dis-cernir. Separar. Decidir qué cosas me son propias y qué cosas me son ajenas. Así como cuando tenés un problema digestivo vos podés pensar que comiste algo que te cayó mal, también podés pensar que hay algún tipo de miedo que te está preocupando. Vos fijate que hasta las hinchadas de fútbol asocian correctamente la diarrea con el miedo, y a menudo se lo hacen saber al adversario. Esto sucede porque el sistema digestivo representa una de las inervaciones que se ven afectadas por el miedo. Entonces, ¿qué pasa con el sistema inmunológico? Es el sistema del cuerpo que dirime la identidad, la pertenencia, el linaje del individuo. Por ejemplo, en el antiguo reino de Castilla, bastaba ver un escudo heráldico para saber que aquellos eran los López, García o Gutiérrez. Y no había otra forma de no ser López, García o Gutiérrez. Justamente tu problema —le dice a mi primo, mirándolo a los ojos—, tiene que ver con el miedo que trae aparejado el hecho de no poder conservar cierta parte de tu identidad en relación a tu historia personal. Y lo que está haciendo tu sistema inmunológico es discriminar esa aflicción. La está atacando. Y si está atacando esa aflicción de tu identidad se debe fundamentalmente a que se trata de una aflicción que tu sistema inmunológico conoce muy bien. De eso se trata la identidad. A diferencia de lo que sucede con la implantación de una silicona, el sistema inmunológico no reacciona frente a ella justamente porque no la conoce. Nunca le fue propia. En cambio a tu identidad, sí. La conoce muy bien. Por eso, mientras el sistema inmunológico dis-crimina lo que le es propio de lo que no, aparece el miedo a sentirse discriminado al tener una diferencia con ese proceso de identificación.
Todo este gran disturbio que se está generando en tu interior es porque hay algo que te es propio, pero que se está reconociendo como ajeno. O quizás sea exactamente al revés. Pero en cualquiera de los casos, creo que hay algunos aspectos de esta patología que debemos trabajar y entender de esta forma.
La película en cuestión, la de mi primo, transita varios aspectos traumáticos de su infancia y adolescencia durante los años noventa que no voy a explicar ahora, pero que a su vez se vinculan mis propias vivencias traumáticas y creo que también, en gran medida, con las de esa generación que creció durante el auge del neoliberalismo argentino, cuyos efectos podemos verificar aún hoy. Por eso, cuando escuché al médico, en ese momento —así como me sucedió cuando vi Historia(s) del cine de Jean-Luc Godard por primera vez—, sentí que se movían unas placas tectónicas que reconfiguraban gran parte del imaginario que tenía en la cabeza sobre los conceptos, ideas y pensamientos que me habían llevado hasta ese momento en la disposición de esa película.
Inesperadamente, un médico, un representante de la ciencia dura, me estaba dando otra manera de pensar mi película. De pensar la relación con el protagonista. Y, desde luego, de pensarme a mí, y el vínculo directo que tengo con el material de registro familiar. Y todo aquello que me había llevado hasta allí estaba sucediendo frente a la cámara. Eran palabras de curación —en sentido estricto— con la potencia de la metáfora. Porque no tenía solo que ver con el significado de sus palabras, sino con el encuadre. La expresión del rostro de mi primo. Los ruidos de fondo. Las sirenas de ambulancia. La emergencia. Lo inminente. La muerte, por qué no.
Entonces empecé a pensar todo de nuevo. Mi primo era de pronto un escudo heráldico. La imagen de un pasado glorioso ajeno. También una secuencia de ADN. Pensaba la curiosidad que conlleva el hecho cinematográfico. Lo inesperado. La necesidad de la apertura al asombro. La flexibilidad de prepararse para suspender las ideas y desecharlas tan pronto como se pueda. Y también empecé a pensar de qué modo meter todo esto en la película. También pensé cosas espantosas. Probablemente la relación de los directores nativos de lo digital con ese modo de registro instantáneo, sin la intermediación del revelado, ha redimensionado en gran medida el universo de lo personal, e introducido nuevas preguntas que todavía parecen ser decisivas a la hora de administrar los procedimientos y estrategias de filmación.

En ese momento pensé que el linfoma era yo, o que el cine era un linfoma para mí. Y que mi sistema de filmación venía atacándome fuertemente desde hacía un tiempo porque necesitaba reconfigurarse, seguramente para dirimir algunos aspectos de su identidad que no estaban siendo del todo bien planteados. Entonces esa escena, quizás la última de esta (no se sabe nunca bien qué) película, tuvo el impacto necesario para reescribir un nuevo código de identidad en el proyecto. Pensarlo de nuevo, desde otra perspectiva. Reordenar las escenas y la temporalidad de las preguntas. Abandonar la historicidad de los acontecimientos para fundar un tiempo de ficción. Me acordé también de una frase de Nietzsche que de adolescente tenía escrita con fibrón negro en la pared de mi cuarto: “Yo soy mi enfermedad y mi cuerpo, pero ellos no son yo”. Y la verdad no entiendo bien qué quiere decir. Creo que con eso es suficiente.
Ahora que llegué hasta acá, con esta especie de catarsis —algo que creo muy importante para conocerse más y aprender a encontrar formas nuevas de decir lo que cada uno crea que tiene que o quiere decir—, quiero contarles que no todo lo que dije es verdad. La catarsis no es necesariamente buena para hacer una película. O para hacer algo que salga de lo personal. Más bien me inclino a pensar que no lo es. Pero es una buena forma para pensar un poco. Un buen método para no tener tanta vergüenza de las cosas que hacemos casi todo el tiempo, fundamentalmente, en términos de creatividad. Al menos eso me pasa a mí. Digamos que mi primo sí existe, la película también, por supuesto, el médico existe, el linfoma existe, las palomas y las enfermeras: todo eso existe. También es cierto que tuve que grabar esa escena justo después de que me hicieran la propuesta de escribir, y son ciertos los traumas de la infancia, la frase de Nietzsche en la pared, y el neoliberalismo. Pero por algún motivo que no recuerdo bien, no tengo muy en claro cómo sucedieron las cosas. Sucedieron las cosas, pero el tiempo se me escapa. Los verdaderos motivos probablemente sean otros, y hay también acontecimientos extraviados.
Seguramente la película que pienso terminar pronto sea en gran medida testimonio de todo esto que me fue pasando, y de muchas cosas más también. Lo que me parece muy importante es no olvidarme de todo lo que pasó aquel día, y que termino de contar hoy. Ahora tengo que concluir acá con un final un poco apresurado, porque creo que comí algo que me cayó mal. Lo que sí me parece importante, es que en unas horas más tengo que volver al hospital oncoló. con mi primo y su familia, porque vamos a filmar una última escena en que todos ellos cantan canciones cristianas para las personas que están ahí internadas. Es una práctica que llevan adelante desde hace ya muchos años, y que creo que podrá ayudarme con algunas de las cosas que dijo el médico. Veremos.