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La montaña (2023), de Thomas Salvador

“Una curiosidad mineral

Por Jada Sirkin

 

A veces puedo creer que busco diversión, aprendizaje, saldar deudas con el misterio, pero, en el fondo, nunca sé lo que voy a buscar cuando subo a una película.

Al menos en el nivel consciente, esta vez sólo buscaba no perder dos entradas que había ganado en un sorteo. Después de dos meses de esperar que pusieran en cartelera algo que me llamara, a unos días de vencer el plazo para usar los tickets apareció La montaña. Como un bosque al final de la nieve, como un verde al final de una película blanca.

Como a Pierre, la montaña me llamó. Fui casi a ciegas. Hacía rato que no veía algo de lo cual no supiera nada —ni siquiera el nombre del director. Sólo había visto el trailer, una mano iluminada como una promesa.

Hay películas (experiencias) sobre las que preferiría no decir nada. La palabra mata a la cosa, dijo alguien. Quisiera no tener que escribir de esta película, pero tengo que hacerlo. Es como una necesidad. Y no es por solemnidad. La montaña es todo menos solemne. La solemnidad es un exceso didáctico que la montaña no necesita. La película es sobria como la roca. Sabe dónde cortar, sabe no pasarse, sabe confiar en nuestra capacidad de saborear el sonido de los pasos en la nieve y los ganchos del equipo del escalador. La película se toma todo el tiempo del mundo para que entremos en el tiempo del mundo. El tiempo en el que entra Pierre, sin saber por qué.

Los por qué no tienen lugar en La montaña. Lo único que Pierre puede explicar, en una carta a su madre, es que no sabe cómo explicar por qué, pero tiene que quedarse en la montaña.

Los picos nevados, vistos por una ventana, interrumpen el curso de las cosas cotidianas. El trabajo, la familia. Un ciervo en la calle del pueblo es también una señal. Algo lo hace bajar del tren, algo lo hace no volver a París y quedarse, algo decide por él.

No sabemos qué lo mueve, y la película tiene la enorme (sobria) sabiduría de no inventar explicaciones, de no acomodarnos en un puro despliegue de imágenes impactantes, de no acorralarnos con una narrativa de aventuras en lo salvaje. Aunque hay peligros (los del glaciar y la alta montaña), la película no es una de supervivencia.

Hay poco cine (y poca vida) que no se fundamente en la supervivencia. Y aclaro: incluimos en la idea de supervivencia a empresas personales como la obtención de méritos, tecnologías sociales para fortalecer la estructura del yo.

A Pierre no lo motiva un deseo deportista de probarse que puede llegar a X cima, ni un deseo norteamericano (o incluso herzogiano) de realizar sus sueños más exóticos y profundos. Si es que algo le mueve, es algo más cercano a una curiosidad mineral. Y curiosidad es incluso una palabra demasiado humana. A Pierre lo mueve el silencio filoso de las grietas. Un deber no humano. Un impulso de orden misterioso, arbitrario o estético.

El actor elegido es perfecto para expresar la naturaleza innombrable de esa misión sin causas. La mirada, la gestualidad mínima, los tiempos que se toma son justos y elocuentes, como es justa y elocuente la sutileza expresiva de Lousie Bourgoin, la actriz que hace de la chef del restaurant de ese altísimo parador de montaña: un personaje ambiguo, amoroso y a la vez distante, insondable como la nieve —y como esta película, que apuesta por no informar, y nos invita así a acompañar un acercamiento hacia el umbral de lo representable.

Sólo cuando pasaban los créditos finales descubrí que el excelentemente elegido actor principal es también el director de la película: Thomas Salvador. Tiene sentido, pensé mientras la gente salía (qué mala, dijo alguien) y los de adelante nos pedían disculpas por haberse puesto a conversar justo en el momento en que la película alcanza a atravesar ese umbral de lo representable. Él no habla nunca y ahora se puso hablar, nos explicó ella. En la escena en que la película pasa al otro lado, un hombre que no habla tuvo que ponerse a hablar. Al mismo tiempo, dos personas se levantaron y se fueron. ¿Era demasiado? A mi lado, mi compañero espectador temblaba de emoción.

Hacía rato que no salía del cine con la sensación de que había subido a una montaña tan alta. Como si yo fuera un Pierre para la película, me dio la impresión de que salir de esta experiencia estética era como volver de una inmersión profunda en el secreto de los minerales. No soy tan amigo de la metáfora del viaje. La película es tan parsimoniosa, y las motivaciones tan misteriosas, que no da la impresión de que algo esté avanzando. El paso a paso es tan meticuloso, la meta tan desconocida y la interioridad del personaje tan inexplicable, que hablar de viaje y transformación se vuelve forzado. Para identificarnos con el personaje, necesitamos información, algo identificable, reconocible. Aquí la información que se nos da es que esa información no se nos dará. Lo que nos queda, más que identificarnos con un personaje (con una fijación), es empatizar con un movimiento. En ese sentido, sí podemos hablar de viaje. Si hablamos de viaje, tenemos que decir esto: la pregunta de los viajes siempre es cómo volver.

¿Cómo salir de la sala de cine? ¿Cómo volver de la roca?

Supimos no hablar por un buen rato. Supe no encender el celular por horas (¡más de doce!) Las estéticas más sobrias no dejan resaca, pero pueden dejar un silencio muy profundo. Ayudados por la noche y el viento en las hojas de los plátanos, atravesamos la ciudad como volviendo de algo importante, llevando ese silencio en la mano como si fuera una luz.

Titulo: La montaña

Año: 2022

País: Francia

Director: Thomas Salvador

 

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