El cortometraje, espina dorsal del último FICIC
Por Paulo Pécora.
La vuelta a la presencialidad en las salas –tras dos años de una pandemia que diluyó lazos sociales y cambió una forma natural de experimentar el cine en pantalla grande- fue un acontecimiento que se vivió con entusiasmo entre los organizadores, el público y los cineastas y periodistas invitados a participar de la undécima edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín (Ficic).
Esa sensación de bienestar por recuperar una cercanía que se creía perdida –con el cine y con otros espectadores- se vio acrecentada por una programación atractiva, heterogénea en sus temáticas y formas, que invitaba al público a involucrarse, a prestar atención y a participar más activamente frente a cada proyección. Quizás los momentos donde esa participación se hizo más evidente fueron las proyecciones en formato fílmico, tanto la muestra de filmes soviéticos en 35 milímetros curada por el crítico y docente Fernando Martín Peña (que además presentó su libro Cine Maldito) como la que el cineasta argentino Pablo Mazzolo hizo en Super 8 y 16 milímetros en la retrospectiva que el festival le dedicó a su obra.
Pensada minuciosamente por el crítico Roger Koza, que se propuso establecer lazos estéticos profundos entre las películas seleccionadas, la programación de este nuevo Ficic fue tan amplia y generosa como sus anfitriones (directores, programadores, productores, asistentes) y permitió al público cordobés acceder a otras miradas y realidades que a veces, aunque geográficamente cercanas, permanecen invisibilizadas. “Para muchos argentinos Bolivia está más lejos que Miami o Nueva York”, señaló Koza durante una conferencia de prensa que los organizadores y él ofrecieron antes de la inauguración.
Pero además de abrir una ventana a otros mundos y formas de existencia aparentemente distantes, las películas elegidas ofrecieron la posibilidad de una reflexión sobre dos formas o vertientes históricas de entender el cine. Una de ellas más narrativa y clásica, regida por un modelo de representación basado en fórmulas del teatro y la literatura, y otra más volcada a lo perceptivo, a la materialidad de la imagen, a la poesía, al ritmo y, principalmente, a la búsqueda de una especificidad propiamente cinematográfica.
Este año, la espina dorsal del festival, el eje troncal desde donde parecían ramificarse las demás películas, fueron indudablemente los cortometrajes y la valoración especial que se le otorgó a ese formato. “La historia del cine comienza con películas de corta duración. Eso lleva a pensar que la brevedad no significa necesariamente falta de rigor, sino que presenta un gran desafío expresar una idea del mundo en una duración tan corta”, afirmó Koza, que puso como ejemplo al armenio Artavazd Peleshyan, cuya obra transcurre mayormente en ese formato.
La presencia de los cortos fue sustancial en la competencia internacional y en otra de escuelas de cine, donde se vieron obras provenientes de China, España, Bélgica, Filipinas, Alemania y diferentes provincias argentinas, pero también en otras secciones del festival, sumando en total 32 películas de duración breve. Entre ellas estaban los últimos filmes de autores reconocidos como el rumano Radu Jude y el argentino Gustavo Fontán, que presentó Árboles y pájaros (2021), un documental de observación que grabó artesanalmente en pandemia.
Los cortos también tuvieron un papel protagónico en las retrospectivas dedicadas al boliviano Kiro Russo y a Pablo Mazzolo, que ofrecieron la totalidad de sus cortos. Además, el festival exhibió los dos cortos ganadores de la edición realizada el año pasado de manera online, que no habían sido vistos en pantalla grande a causa de la cuarentena.
En el caso de Kiro Russo, sus cortos parecen prefiguraciones de sus películas largas, donde desarrolla y completa ciertas ideas narrativas y estéticas que ya delineaba en aquellos filmes, como el uso del zoom, el acento en la banda sonora y lo perceptivo, la exploración de climas oníricos y un montaje que en algunos momentos se vuelca a una experimentación rítmica y cinética propia del impresionismo francés. Enterprisse (2010), su primer corto filmado en La Paz en Super 8 milímetros, anuncia el universo visual y sonoro que desarrollaría luego en El gran movimiento (2021), su última gran película, proyectada en la ceremonia de apertura del festival. De hecho, la imagen de una estantería cargada a la espalda de un changarín enhebra los mundos surreales de ambos filmes en una secuencia que se repite en uno y otro con la misma extrañeza y misterio.
En ese sentido, su corto Juku (2011), sobre un joven minero rescatado luego de un derrumbe, prefigura el mundo oscuro y asfixiante propio de las minas de Huayna, en Potosí, a las que regresó en 2016 para rodar Viejo Calavera, su primer largometraje. La retrospectiva dedicada a su obra se completó con Nueva vida, un corto filmado en Buenos Aires sobre una pareja cuya vida se modifica a partir del nacimiento de un hijo.
En el caso de Mazzolo, fue presentado por Koza como “uno de los grandes cineastas experimentales que tiene nuestro país, autor de un cine sostenido en un concepto de percepción”. Salvo por Ceniza verde, cuya copia en 35 milímetros se encontraba en otro país y no pudo llegar a tiempo a Cosquín, los otros siete filmes que integraban la muestra fueron proyectados por el propio Mazzolo en sus formatos originales de Super 8 y 16 milímetros.
Las películas de Mazzolo se caracterizan por una investigación y una experimentación insistentes sobre las posibilidades ópticas de incidir en la imagen, desde el momento del registro, el revelado de la película, la intervención fotoquímica del celuloide en un cuarto oscuro, su copia y el posterior montaje. Son invitaciones a la contemplación y a experiencias perceptivas muy intensas, donde la luz, el movimiento y las fuerzas de la naturaleza cobran un protagonismo especial.
En muchas de sus obras el cineasta rebobinó la película expuesta y volvió a filmar sobre ella una o más veces, buscando generar sobreimpresiones, mezclas de diferentes capas de imágenes y texturas que –por las abstracciones visuales que producen- parecen pertenecer al terreno subjetivo de la memoria, las visiones o los sueños. Tanto en Conjeturas (2013), El Quilpo sueña cataratas (2012), Fábrica de pizzas (2011) o Fotooxidación (2013), luego de haberlos filmados, Mazzolo siguió trabajando la imagen en un cuarto oscuro, interviniendo el celuloide expuesto (pero aún no revelado) con un sistema de contacto con el que puede colocar otra película y copiarla sobre él, exponiéndolo a la acción directa de una linterna, un láser o alguna otra forma de luz puntual. Es un trabajo que, tanto en su registro como en el momento de su intervención posterior, se entrega conscientemente a condiciones de riesgo, de las cuales suele surgir lo inesperado, lo imprevisto o lo azaroso.
En la competencia internacional se destacaron Double Helix, intrigante film de ciencia ficción del chino Qiu Sheng, Luto, del cordobés Pablo Weber (cuyo corto Homenaje a la obra de Philip Gosse fue exhibido en la primera jornada junto a Cucaracha, de Agustín Touriño, por haber sido premiados en la edición anterior del festival), el alemán Mikrophonie II, una ópera dadaísta y delirante de Philippe Hartmann y el grupo PHØNIX16, el documental español Heurtebise, de Octavio Guerra y Elisa Torres, sobre una familia compuesta por mujeres y un niño que viven en una casona centenaria a orillas del mar, y Rabinos rabiosos, del cordobés Martín Sappia, un retrato que aborda con ingenio y sutileza el pensamiento y la forma de trabajo del pintor Antonio Seguí a partir de un hallazgo fortuito detrás de uno de sus cuadros realizado en 1959.
Otros cortos argentinos interesantes en la misma sección fueron Un horizonte invisible, filmado en 16 milímetros por Mario Bocchicchio, que propone una reflexión crítica sobre la (dis)funcionalidad actual de la arquitectura, Disorder, el retrato de un seductor enfermizo filmado por Mauro Andrizzi en Nueva York, y Fuego en el mar, sentido homenaje de Sebastián Zanzottera a su padre y a otros trabajadores de Gas del Estado despedidos a causa de la privatización de esa empresa estatal durante el menemismo, que fue elegido por el jurado como mejor corto del festival.
En su película, Zanzottera despliega un uso sugerente del sonido, como generador de climas y atmósferas envolventes, y del diseño 3D, para crear “un diario de sueños” que le permite sugerir asociaciones de sentido y poner en escena el pasado y el presente al mismo tiempo, en una sucesión de capas entrelazadas de archivos, fotos familiares e imágenes creadas artificialmente. “Un espacio para jugar”, lo definió el propio director, quien contó con la colaboración artística de Tatiana Mazú, jurada de la competencia de largometrajes y ganadora del premio a la mejor película de la edición anterior del festival con su documental Río Turbio, y del realizador Manuel Embalse, que se ocuparon respectivamente del montaje y el diseño de títulos del corto, pero que además parecen haberse convertido en una gran influencia para toda una camada de nuevos realizadores locales. Sin ir más lejos, Mazú tuvo una participación destacada en la realización del corto Puede una montaña recordar, de Delfina Carlota Vázquez, estudiante de la UNA que ganó la competencia nacional de cortos de escuela.
En esa misma competencia protagonizada por estudiantes de todo el país se vieron filmes que, al igual que el de Vázquez, demostraron un fuerte compromiso político con los temas tratados y una búsqueda honesta –aunque en algunos casos todavía titubeante- por encontrar una voz propia, una expresión alejada de fórmulas preexistentes y convencionalismos. Con diferentes abordajes estéticos, esa sinceridad y franqueza a la hora de transmitir ideas, denuncias o sensaciones íntimas se observaron en Atraviesa el círculo, de Fernando Antúnez, Florencia Mara Greco y Andrés Grandi, estudiantes de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA; Fernando Martín Peña: la proyección del mundo, de Carlos Vallina, Juan Artero, Juan Barcellandi, de la Universidad Nacional de La Plata; Fuera de campo, de Wanda Davenport, de la UBA; Solsticio de verano, de Pablo Moschner, de la Universidad Nacional de Córdoba; y Ob scena, de Paloma Orlandini Castro, de la Universidad de San Martín. En ese sentido, los programadores Leandro Naranjo, Ramiro Zonzini y Gretel Suárez, apostaron a darle voz a realizadores con “una futura posible carrera como cineastas, potencialmente valiosa, y a dar cuenta además de la gran variedad existente” entre los más de 80 cortos estudiantiles que respondieron a la convocatoria del festival.
La idea de que “el cine permite la posibilidad de descentrar al espectador y hacerlo repensar sus certezas”, tal como sugirió Koza en otro tramo de la conferencia de prensa que antecedió al inicio del festival, estuvo representada por una gran mayoría de las películas programadas. Pero quizás fue el corto Plastic Semiotic, del rumano Radu Jude, incluido en la sección Nuestros Autores, el que mejor la puso en escena a través de un ensayo inspirado en el texto “La moral del juguete”, de Charles Baudelaire. Si bien recuerda a la obra de la argentina Liliana Porter en el uso de muñequitos aparentemente inocentes para generar otros sentidos, Jude revela la perversión y lo siniestro que esconden ciertos juguetes utilizados para instaurar en los niños formas de pensamiento relacionados con la violencia, la sexualidad, el abuso de poder, la guerra y la pornografía. Jude advierte sobre la degradación de la sociedad a través de cuadros estáticos y composiciones con muñecos de todo tipo de formas, tamaños y colores, que puestos en una relación absurda con otros juguetes sugieren ideas y sentidos que explican muchos de los males de nuestra época.