Por Melisa Liebenthal.
En una tutoría grupal para jóvenes realizadorxs de la que formé parte hace poco, el tutor nos preguntó por qué elegíamos hacer cine. Contesté algo rápido, con lo que hoy no estaría de acuerdo, así que me vuelvo a hacer la misma pregunta, para intentar contestar mejor.
Para empezar, ¿qué es el cine hoy en día? Se podría decir que, en la actualidad, la única manera de pensar las diferencias entre las distintas disciplinas artísticas es a partir de su formato de exhibición, y no a partir de su materialidad, con lo digital amalgamando todo en una misma bolsa. El cine es, entonces, aquel monocanal que se consume en una sala a oscuras, con una pantalla grande ante nuestros ojos. Más allá de eso, no es siquiera un requisito que haya imágenes en movimiento. O imágenes en lo absoluto.
¿Y el cine para Netflix, para pantallas chicas, que se consume en el hogar? Dejando de lado la posibilidad de que haya películas hechas especialmente para ese formato, ¿por qué se dice que hay películas “más aptas que otras” para pequeñas pantallas? Creo que pasa por lo que la película le demanda al público, y creo que una película que demanda mucho —que es esquiva, hermética, y no deja demasiado a lo cual aferrarse— se hace muy difícil de ver por fuera de una sala de cine. Es decir, las películas menos narrativas son las más difíciles de ver en una pantalla chica. Pero, a su vez, son las más difíciles de consumir y distribuir en general, porque le piden al público que se entregue, que imagine, que abandone la forma; y ese no pareciera ser un lugar al que se quiere llegar.
El otro día hablaba con una montajista sobre esto. Sobre aquellas películas en las que no hay una trama que seguir y en las que, por ende, el espectador puede habitar con libertad el tiempo que dura la película, flotando, sintiendo. Una vez, en una clase de montaje, me dijeron que la edición tenía que lograr justamente lo contrario: no dar lugar a que el espectador se ponga a pensar en otra cosa que no sea lo que está viendo.
Pero las películas de las que nosotras hablábamos y que, a la vez, imaginábamos —como encuadrando un género cinematográfico bastante indefinido— no se preocupan por eso: dejan espacio para que uno naufrague, pero también construyen un contexto y un tiempo para la inspiración, para el goce, para la reflexión. No hay nada que seguir, ni que entender. Es más parecido a contemplar un cuadro que a leer una novela.
Entonces, ¿por qué quiero hacer cine, en vez de dedicarme a otro medio de expresión o disciplina artística? Es una pregunta bastante difícil.
Pensar en por qué el cine, y no otra cosa, me lleva a intentar definirlo, a buscar lo que lo hace único en contraste con otros medios. Si su única particularidad definida reside en su contexto de proyección, entonces diría que elijo el cine por la experiencia que propone: la entrega a un relato, por menos narrativo que sea, que se despliega sobre esa pantalla grande, en una sala a oscuras, en un tiempo suspendido respecto del afuera, un tiempo de ensoñación en el que el cuerpo está quieto. El factor comunitario no es menor: la pantalla de cine, en una sala o al aire libre, se comparte, no es un espacio íntimo ni privado. La proyección es un evento que reúne.
La respuesta también tiene que ver con la cámara como aparato de interpretación de la realidad. El mecanismo de la cámara —de fotos, de cine, de video o digital— hace que la imagen se forme sobre un material sensible, al capturar la luz que reflejan los cuerpos. Es decir, que la relación de la imagen con el referente es de tipo indicial: la imagen de un gato necesita, sí o sí, de la presencia del gato frente a la cámara para ser posible. La imagen es una huella de lo que estuvo frente a cámara.
Esto implica que toda imagen es un documento, porque necesitó de las presencias factuales y simultáneas de un cuerpo y de la cámara. Más que cualquier otro medio, el cine carga con la condena de la analogía con aquello que ven nuestros ojos. Y creo que ese es otro de los motivos de su carácter fascinante.
Philippe Dubois, académico del cine, hablaba de máquinas de imágenes: tanto las artes plásticas como la fotografía y el cine son máquinas de imágenes, porque todos estos medios hacen una interpretación visual de la realidad. Pero esa interpretación se siente mucho más directa en el cine que con otros dispositivos, por su naturaleza maquínica e indicial, o documental.
Sentada en una mesa, mirando a través de una ventana, pienso en poner una cámara aquí y ahora. Aunque no esté pasando nada a priori, se pueden contar infinitas historias sobre este preciso espacio-tiempo. Pero podría hacer lo mismo con cualquier dispositivo, no solo con el cine. Si tuviera más adquirida la práctica del dibujo con lápiz, sería lo mismo.
Cuando era chica pintaba y dibujaba mucho. Constantemente. Hasta mis veinte años, aproximadamente, eso formaba parte de mis actividades habituales. A los cuatro años tuve mi primer cámara de fotos Fisher Price. Tengo un álbum con todas las fotos que saqué con esa cámara. A los diez años, descubrí la mini VHS de mi papá. A los doce, hicimos unas peliculitas con una amiga, y decíamos que iban a ser para el BAFICI.
Nada de esto explica por qué me quedo con el cine y no con otro medio. Sigo pensando. Tiene que ver con una fascinación por la magia de la mímesis y, sobre todo, por la idea de descubrir la realidad a través de la cámara.
La mímesis —la analogía absoluta entre la realidad y las imágenes producidas por una cámara— es al fin y al cabo una ilusión. La analogía está corrida, desfasada. Eso que se presenta como reflejo no es tan cristalino como parece. Filmo a mi madre y en la imagen la veo a ella, pero no es realmente mi madre. Hay algo contradictorio. Ella se transforma en un personaje, una figura, un arquetipo. Hay un proceso de recorte y de transformación.
Creo que hay algo terapéutico en ese potencial de devenir, algo sanador. Las imágenes de la cámara nos devuelven reflejos y, a la vez, los transforman. Esto nos permite dar un salto cualitativo. Dejar atrás las imágenes mentales en las que estábamos atascadxs, y convertirlas en algo distinto a partir de un trabajo casi alquímico. Una cosa se convierte en otra, y así, puedo pasar a la siguiente.
Pero, de vuelta, esta potencia transformadora le pertenece a todas las disciplinas artísticas. Crear algo nuevo, algo que no existía previamente, a partir de sentimientos, sensaciones, ideas sobre cosas que nos rodean y nos interpelan: de eso se trata, en parte, la creación artística.
Hace poco filmé un corto, y para escribir el guión opté por dividir en escenas una situación que presencié y viví a diario, y durante un tiempo considerable. No tuve que inventar (casi) nada. Tomé a dos personas que también estuvieron en esos contextos, y el guión fue escrito a partir de eso, de depurar y sintetizar la realidad. ¿Es eso documental, o ficción?
Las personas son reales, aunque sabemos que cuando las veamos en las imágenes dejarán de ser quienes son: pasarán a ser otra cosa, personajes, figuras, recortes. Escribir un guión es hacer ficción, es interpretar la realidad, organizarla, recortarla. Es lo que hace, repito, cualquier disciplina artística. Es por eso que no tiene sentido separar entre ficción y documental.
El único sentido que le encuentro, hoy, es que por documental entendemos a las imágenes que le son “robadas” a la realidad, y por ficción aquellas que son producidas con un mayor control de la situación. En contraste con la ficción, lo documental deja, de alguna forma, más lugar para lo imprevisible; o lo acepta, y se entrega a ello. En el documental, el movimiento es más bien el de adaptar el dispositivo a los cuerpos, los objetos y los espacios, que el de intentar que estos se adapten a él.
Por estos tiempos se habla del concepto de espectro en cuanto a la sexualidad, y creo que se lo puede aplicar también a las formas del cine. La idea de espectro permite pensar las cosas dentro de una escala de matices, en vez de en términos de categorías delimitadas y estáticas: blanco o negro, ficción o documental.
Durante el rodaje del corto, el guión que escribí se puso a prueba, y si bien gran parte de las escenas la pasaron, hubo otras que en el momento me di cuenta de que no sabía por qué estaban allí. Volví a aprender algo tan básico como que cada escena en un guión debe, en cierta medida, tener un punto de tensión —por más mínimo que sea— que la sostenga, y eso determina la forma de filmarla. Ante la duda de cómo filmar una determinada situación, creo que deberíamos preguntarnos “¿qué es lo que se cuenta?” o, mejor dicho, “¿qué es lo que tiene relieve, lo particular, lo que hay que ver —o no ver—, en esa escena, acción o situación?”.
Durante el rodaje se da la primera instancia de (re)descubrimiento. En el guión proyectamos e imaginamos, y luego prevemos y planificamos; pero en el momento de capturar las imágenes, los cuerpos que están frente a cámara y el mismo tiempo presente transforman las imágenes que teníamos en nuestras cabezas. Hay una primera translación de lo escrito e imaginado a lo concreto y material. A través de la cámara, el mundo se reinterpreta, y las cosas que pensábamos que eran de una forma —las hayamos escrito en un guión o no— se revelan de otra.
Sin embargo, el momento de la captura es muy inmediato y, en mi experiencia, unx trabaja un poco a ciegas, y no puede saber con certeza qué imágenes está produciendo. La urgencia del presente se lleva todo el foco. Hay un choque entre lo que está realmente ocurriendo delante de la cámara y el dispositivo de filmación, uno que hay que percibir, entender y resolver en el momento. Hay que establecer, o forzar, una distancia con lo que está ocurriendo delante de la cámara para poder filmarlo. Y yo puedo intuir lo que estoy haciendo, pero en el momento no tengo ninguna certeza sobre cuál será el resultado.
Es por eso que el factor temporal es clave, porque es lo que carga a las imágenes de significados que no imaginábamos. Aun con lo digital y la desaparición del tiempo de revelado, el momento de ver las imágenes que hicimos sucede siempre después, nunca durante. Entonces, en el momento de visionado del material, se redescubre, una vez más, el mundo que se filmó. Y este es el segundo momento de distancia, aunque el primero —durante el rodaje— tal vez sea el más difícil. Es por esto que casi nunca saco fotos cuando viajo, o cuando hago cosas que no son cine: no siempre me quiero distanciar.
Las personas y situaciones que aparecen en nuestras imágenes son las mismas que ya conocemos, que ya vimos y filmamos, pero distintas. Creo que lo sentido y vivido durante la captura de las imágenes rara vez se condice con lo que luego veo en las mismas.
Esto tiene que ver con el otro momento de (re)descubrimiento y distancia: la edición. Poner en relación imágenes entre sí —imágenes con sonidos, y sonidos entre sí— en un programa de edición revela nuevos relatos, nuevas densidades. Una vez más, el mundo se muestra distinto a lo que parecía.
De alguna forma, en el rodaje de este corto también (re)descubrí la respuesta a por qué elijo el cine: es por lo imprevisible de trabajar con la realidad en movimiento, viva. Y lo imprevisible implica descubrimiento: lo que a priorino podía ni imaginar ni ver, lo descubro en el momento de plantar la cámara, y así descubro aquello que, de alguna forma, ya estaba delante de mis ojos, pero que no podía ver sin la mediación del dispositivo cinematográfico. Porque la realidad tiene infinitas facetas o, dicho de otra manera, no tiene forma alguna, y lo que hace el cine es traer a la luz una forma posible; o directamente inventarla, allí donde previamente no había nada.
La articulación de una realidad movediza frente a la cámara, esa relación entre cuerpos —animados e inanimados— y cámara, es lo que considero el momento más fundamental, difícil, incomprensible y mágico de hacer una película (y soy consciente de que al decir “película”, en este caso, me estoy limitando a las películas en live action, dejando afuera aquellas películas que se realizan sin capturar imágenes).
La respuesta a “¿por qué el cine?” tiene que ver entonces con las sucesivas instancias de (re)descubrimiento y transformación que considero necesarias para hacer una película; la translación —no necesariamente en un orden ni dirección en particular— de palabras en imágenes, de lo imaginado en algo material, de lo vivido en lo interpretado: es un proceso que es como un viaje. Intento entender en dónde estoy parada y qué es lo que estoy haciendo, a la vez que cada certeza es frágil y propensa a deshacerse cual castillito de arena. Hacer una película es moverme en un vaivén constante entre la intuición y el análisis, entre la cercanía y la distancia con la vida