“Ukeleles rosados”
Por Agustín Acevedo Kanopa
El indie es bituminoso, blando y escurridizo. Su muerte se viene decretando de hace décadas y siempre resurge, pero no como esas ciudades que barren sus escombros y se reconstruyen en la posguerra, sino como un organismo que crece sobre sí mismo sin borrar nada de lo anterior; un palimpsesto de piel y huesos. Es así que como moda, como estética y como universo, el indie nunca se muere del todo, y gran parte de su capacidad de adaptación radica en su indefinición, como así también su capacidad de burlarse de sí mismo.
Pero efectivamente, el indie se viene muriendo hace rato. Digo, está por desaparecer la Pitchfork, una especie de emblema intocable de todo ese género. Varias películas vienen hablando de lo que iba a pasar a partir de ese peak, que dependiendo de en dónde vivas, ocurrió en el 2005, 2006, 2007 o 2008. Bigotes falsos. Buns, Camisas a cuadros. Second hand. Máquinas de escribir. Bandas con banjos, violines y washboards (las bandas más blancas de la historia). Y ukeleles, ukeleles por doquier. Correctamente me podrían corregir con que estoy hablando más del hipsterismo que del indie, pero hay un camino de migas entre esas juventudes de slackers, los post hippies de jam bands de los noventas, los post irónicos de los últimos coletazos de la generación x y los baristas, expertos en piedras y cristales y altos vibradores de hoy en día.
De esto parece hablar (o parece hablar por momentos) Eco Village, primer largometraje de la dramaturga Phoebe Nir. La película avanza de a coletazos. Aparecemos in media res en un cuartucho de hotel donde Robin (Sidney Flanigan) tiene que aguantar la sinfonía de gemidos de la otra habitación. Trata de componer algo en un ukelele rosado, fracasa (aunque su voz, más allá de lo asociable a una tonalidad típica del indie acústico de hace veinte años, parece lo suficientemente pro) y de la nada decide irse a un pueblito ecológico autorregenteado en el medio de la nada. No queda tan claro cómo llegó a ese material y por qué le parece idóneo, pero por un mero salpicado de imágenes la directora te delinea el viaje express de la protagonista hacia el lugar indicado. Ya desde ese mismo momento la textura fílmica y narrativa muestra algunos de sus quirks: las elipsis reinan, como si hubiese una ansiedad inherente de querer recortar todo lo demás, pero a la vez este espíritu directo y decidido convive con extrañísimos zooms, rupturas de la ley de los 180 grados y errores de continuidad de audio e imagen. Es decir, por más directa que la historia vaya, la cámara (con el grano bien distintivo, levemente onírico del formato 18mm) se pierde en detalles como un vaso, o el perfil de una boca mientras habla. Esto, por más desprolijo que a veces parezca (sobre todo es desprolijo el tema del audio, donde se nota la ausencia del colchón de sonido de fondo, pudiendo sentirse los cortes de las pistas en las intervenciones de diferentes voces -quizás esta es una copia temprana, sin postproducción, que llegó a Rotterdam) es uno de los elemento estéticos más interesantes del film, ya que la extraña edición y movimientos de cámara parecería emular, más que la mirada de Robin, su sensibilidad, sus ansiedades y sus idealizaciones.
Luego de la primera media hora (la película dura apenas una hora y veinte) donde nos vamos aclimatando a estos cortes y detours, la película parece agarrar una cierta altitud donde avanzar sin turbulencia: la trama es en sus bases una versión mumblecore de La playa (Danny Boyle, 2000), esa en que Leonardo Di Caprio se convertía en el fuckboi de Tilda Swinton -quien regenteaba una isla paradisíaca cerrada a cualquier presencia foránea- para descubrir eventualmente los costados oscuros de esa comunidad. El papel de Swinton en este caso está ocupado por Ursula (Lindsay Burdge), una dominatrix que extiende sus prácticas sexuales al dominio del lugar. En el triángulo amoroso entre ella, su novia Sammy (Devika Bhise) y el energúmeno de Jake (Alex Breaux) se suma rápidamente Robin, que cae en la clásica trampa de “querer arreglar” a su objeto de deseo. Los intereses se intersectan y todo implota, pero lo que parece irse a la mierda no es este cuadrado amoroso, sino la promesa hipster hippie de una comunidad posible. La comunidad autosustentada de Ursula y compañía tiene esa carga dramática y ejemplarizante del fin del sueño hippie de los sesenta que representaba el clan Manson. El twist del final (bastante sorprendente), donde el ukelele reaparece señalando en su circularidad esta crítica a las promesas del sueño hipster, levanta un poco una película que parece ir demasiado a tumbos para su escaso metraje, pero más que nada lo que queda es una sensación extraña entre la crítica y la ironía. Fundamentalmente lo que hace más ruido en Eco Village es el uso de la música. La sensación de que el film funciona como una suerte de crítica de las promesas de los sueños posthippies del hipsterismo contrastan con los pasajes musicales. Las canciones funcionan como un coro griego, pero hay algo de la película que en la suspensión de su ironía cede ante los encantos de aquello que critica. Esta relación complicada con su herencia y su estética es clásica del mumblecore, como en las películas Audrey the trainwreck de Frank V. Ross (2010) o la brillante The plagiarists, de Peter Warlow (2019), pero en Eco Village esta música siempre está en el fino límite entre la contradicción subrayada y el desliz.
En toda la película se siente esta tensión. Incluso con momentos bastante graciosos, como la lectura de cartas de tarot adhiriéndose de forma demasiado lineal a series de vampiros, el contenido y la forma parecería estar todo el tiempo pisándose los bajos del pantalón.
Difícilmente se convierta en documento de un fin de época (muchas películas más redondas, como Frank -Lenny Abrahamson, 2014- logran dar palabras a esa recentísima saturación que sufrió la sensibilidad indie), pero Eco Village parece inscribirse en los costados de la historia, un relato pequeño, estertóreo, de la hipocresía, incoherencia y culpabilidad de clase de una generación.
Titulo: Eco Village
Año: 2024
País: Estados Unidos
Director: Phoebe Nir