“Road movie exasperada”
Por Jada Sirkin
Termino de ver Arthur y Diana con una sensación chisporroteante, tal vez producida por el choque de las diferentes texturas, tonos e idiomas que atraviesan esta película particular, que se resiste a la definición. Digamos que el dinamismo estético produce un desconcierto vital. La historia principal es la del color, un tipo de encuadre, una dinámica visual que imprime contenido al contenido, una familia agitada por un viaje exasperante pero sensible. Podemos pensar en la idea de home movie, pero no tanto en la de documental. ¿Road movie? ¿Comedia? ¿Drama familiar? ¿Auto-ficción? Para hablar de esta película necesito nuevas palabras.
Justo estos días estuve releyendo la polémica entre Pasolini y Rohmer, esta supuesta competencia entre la idea de un cine de poesía y la idea de un cine de prosa. La disputa podría sintetizarse así: hay un cine que apuesta más a la forma y otro que apuesta más al contenido —por supuesto, cada uno se plantea como superior al otro. Arthur y Diana es una de esas películas que explícitamente desmantelan la dicotomía: hay una apuesta por la textura, y sobre todo por las variaciones de textura, tanto en el nivel de la imagen como en el de las situaciones y las relaciones entre los personajes. Esa variabilidad hace de la experiencia algo muy difícil de estabilizar. Esa dificultad para estabilizar el sentido es lo que da incomodidad y valor al viaje.
El viaje es incómodo porque la película logra vibrar en un espacio intermedio entre la parodia y la seriedad, una zona inestable difícil de habitar y sostener. Si bien narra situaciones que podemos pensar como importantes (vínculos familiares, reencuentros, funerales), esa importancia no es subrayada (solemnizada), sin por eso, tampoco, caernos del otro lado, el de la burla complaciente. No es fácil definir qué es lo que da interés a este viaje estético narrativo. En tanto road movie despareja, la película no deja de pasar de un estado de ánimo a otro, como si en esa circulación encontrara la posibilidad de redefinir lo que es la profundidad. El funeral es visto de lejos, a través del nene que juega. Como en la escena inquieta del desarme de la carpa, la magia del teleobjetivo nos hace sentir la paradoja del estar cerca y lejos a la vez.
La película hace pie en esa indecisión. ¿Estamos cerca o estamos lejos? Hay una ambigüedad insistente que nos hace difícil el definir qué es lo que está pasando, en qué tono está sonando la música de las escenas. Encasillar a los personajes se vuelve imposible, son cambiantes y resbaladizos, sorpresivos. ¿No es sorprendente la duración y la fuerza del abrazo que Diana le da de pronto a Zora, la chica que levantaron en la estación de servicio? ¿De dónde sale ese cariño? ¿Y de dónde sale la exasperación que parece dar combustible a la camioneta de estos hermanos en tensión? La exasperación de los personajes, por momentos insoportable, ¿es una excusa para el dinamismo expresivo y la sacudida vincular?
Ya en los primeros minutos se ve un estallido dramático entre los hermanos, seguido de una veloz bajada a la reflexión en la que ella parece asumir el placer de quedarse rebotando en su propia neurosis. El hermano corta la suavidad reflexiva de ella y sigue con los gritos, reclama, pero finalmente también baja, y, sobre un plano de la mano en el volante, dice: OK, también perdí los estribos. Luego el silencio, los colores, la ruta. Hay varios momentos (exquisitos) en que los dos protagonistas, Arthur y Diana (Robin Summa y Sara Summa, hermanos en la vida real, y ella directora de la película), reflexionan sobre sus propios comportamientos y actitudes, en giros de autoconsciencia notables que, aunque serios, parecieran por momentos saturarse al borde de una parodia sobre las mismas posibilidades de la autocrítica. Ver cómo Arthur usa su auto-crítica para intentar sacar el número de teléfono a la chica que fuma a su lado en la lavandería. Por suerte, el gesto soberbio, o irónico, tampoco se estabiliza, y así como los personajes se disculpan, también se desquician y se gritan, en momentos dramáticos que, de nuevo, si bien serios, también parecieran subir el volumen hasta casi un estallido de melodrama ridículo. Ver la escena en el auto con la madre, en la que los gritos de Diana tocan el techo del absurdo. Por suerte, otra vez, la película no se acomoda en la opinión y da paso a lo siguiente, por ejemplo, un momento de paisaje y voz en off, la gente en la ciudad o el auto recorriendo una ruta zigzagueante y un diálogo en primer plano, como citando a Kiarostami, o una fiesta que deviene abstracción de luces sobre los árboles, las esculturas, las pinturas, las fotos, los lagartos.
La escena con la policía que los quiere multar es un ejemplo elocuente de cómo la película logra mantenerse un paso antes de caer en el surco del absurdo. Hay algo claramente tonto en la situación, en cómo Arthur miente a la policía y cómo ella le cree, pero también hay algo que podríamos llamar real, tierno o simple, tal vez inocente. Hay un paso de comedia en la ingenuidad asignada a la policía, pero la comedia no se lleva puesta la escena. La comedia no es un punto de llegada sino un tránsito, una tecnología para explorar lo deformes que somos. Así, la película va derrapando, imprevisible como la relación entre estos dos hermanos. El hijo (Lupo Summa), como todo niño pequeño, también colabora en que las líneas rectas no tengan mucho lugar.
Te dices progresista, pero pareces una señora de 90 años, le dice Arthur a Diana, que cuestiona la adicción que tenemos a la tecnología y, además, usa un mapa de papel. Las ideas contestatarias la hacen estallar en exabruptos de opinión. Se desborda, juega con un arma y el arma se dispara sola, todo parece desajustado o fuera de control. Eres peligrosa, le dice él, por suerte elegiste el camino de la academia. Ella dice que quisiera ser como él, vivir más tranquilo haciendo música. Y hablan de arte. ¿Sólo el arte puede salvarnos de la muerte?, se preguntan. Tal vez no de la muerte, pero sí del miedo a la muerte.
Titulo: Arthur & Diana
Año: 2023
País: Alemania
Director: Sara Summa