Por Rocío Molina Biasone.
Secuencia inicial de títulos. Nos encontramos sumergidos en el fondo del mar. El agua nos rodea y los sonidos del mundo que está por fuera no llegan a nosotros. Estas primeras imágenes, esta primera atmósfera, nos transmite una cierta seguridad, una protección de allá arriba, de la Tierra. Está oscuro, pero se siente como si estuviésemos en aquel primer hogar de todo ser humano: el vientre, por lo general, materno. No creo que sea casual que aquí sea donde comienza esta historia, y tampoco creo que sea coincidencia que el refugio de Alex, cuando busca aislamiento, sea el mar, o una bañera.
“¿Es nene o nena?” le preguntaban a su madre, mientras Alex aún no estaba siquiera cerca de completar su evolución anatómica dentro del útero. Pero Alex no podía escucharlxs. Alex no podía enterarse de la inquisición que le esperaba al salir. Allí, flotando en agua, fue el único momento en que Alex estuvo a salvo del resto de los seres humanos.
Para nosotros, aún hoy, la identidad de una persona intersexual como Alex vive en las sombras, crece en lo oculto y se constituye como tabú. Haciéndole frente a esto, la película se abre para no dejar ni una sola duda sobre aquello de lo que se hablará: el mundo y las discusiones de estos personajes gira casi exclusivamente en torno al sexo y al género. De hecho, la primera palabra hablada en el film viene del padre de Alex, que abre un pez, y declara: “hembra”. En el cuarto de nuestrx protagonista distinguimos una fijación con la anatomía humana al desnudo: dibujos, muñecos y muñecas desvestidxs. Vemos a un cirujano, que muestra la tapa del libro que lee: “El origen del sexo”. Y cerrando la secuencia de aquel encuentro inicial entre la familia de Alex y la de Álvaro, el disparador de la trama, tenemos a la madre de Alex saludando al muchacho con un comentario que de seguro todxs hemos escuchado más de una vez, pero que aquí adquiere un nuevo significado: “¡Estás hecho todo un hombre!”.
La intersexualidad de Alex es algo que determinó no solo la elección de su nombre, sino cómo se presenta ante el mundo. La primera vez que Álvaro le dice que le parece “rara”, él ni siquiera está al tanto de su intersexualidad, o de por qué su familia lo llevó hasta allá, a Uruguay, con la familia de Alex. Lo “raro” de Alex es su personalidad: es alguien que se comporta transgrediendo la “normalidad”, que no modera su discurso en base a lo correcto o a lo tradicional, que abre conversaciones con preguntas o afirmaciones inauditas (“¿Te hiciste la paja?”), o dice verdades incómodas, provocando al interlocutor a que haga lo mismo:
Alex: — ¿Te caen bien tus papás?
Álvaro: — Son mis papás.
Alex: — ¿Y qué tiene?
La presentación de Alex ante el público, y durante el primer encuentro visual con Álvaro, está cargada de simbolismo: no solo se encuentra espiando a través de la madera, ocultx de las miradas de la familia invitada, observándola sin ser notada, sino que además se encuentra debajo de ellos, como si fuera una criatura de las profundidades, que se encuentra por fuera y debajo de la humanidad, conscientemente rechazada por esta. Nos recuerda a la figura de la madre de Grendel, en Beowulf —el célebre poema épico anglosajón—, un monstruo cuya monstruosidad nunca logramos siquiera comprobar: un ser que vive en las profundidades de un lago, dentro de una cueva; una madre que no es mujer, una madre a la que se trata en masculino de a momentos, por su carácter aguerrido; una criatura que es buscada no porque se haya mostrado peligrosa, sino porque su mera existencia representa un peligro simbólico. No merece siquiera ser derrotada ante la luz del día, mejor eliminarla y dejarla en la oscuridad.
Lxs dos jóvenes protagonistas del film contrastan entre sí: Alex, por su particularidad, su desfachatez, y la ausencia de miedo ante la crudeza o la muerte; Álvaro, por su perfil bajo, la sumisión constante ante su padre, y porque, como él mismo describe de forma concisa, “no le gusta probar cosas nuevas”.
El núcleo de esta historia, de esta película, es la innegable obsesión que, como sociedad, tenemos con el género o, mejor dicho, con catalogar y adoctrinar a los seres humanos en base a su genitalidad, con tener que definir las corporalidades de manera binaria. Lo inter es, desde este punto de vista, algo peligroso, incluso más peligroso que lo trans, porque no solo presenta una disconformidad con las reglas que le asignan una identidad de género ya pautada a cada quien en base a sus genitales, sino que desde un inicio —al menos en el caso de Alex, ya que la intersexualidad no se manifiesta de una única forma— rechaza cualquier tipo de asociación, de categorización y de nombre: ¿es nene o nena? La mera coexistencia de dos órganos o aparatos sexuales nos deja perdidxs, a la deriva, sin poder nombrar, sin poder definir. Y como bien sabemos, lo que no podemos nombrar no existe, o peor aún, impedimos que exista.
Nos enteramos de que, luego del nacimiento de Alex, el padre se muestra firme en su decisión de no acudir a cirugía, de evitar aquella instancia que se suele llamar “correctiva”. Pero la sociedad es ineludible, y no da —o al menos no en ese entonces— ningún margen para evitar tener que hacer de Alex o un “él” o una “ella”. Papá y mamá tienen que elegir: será la segunda, y de ahí en más se espera la conformidad de la —de ahora en más— “niña”, a esa imposición.
Alex abandona su tratamiento hormonal de “feminización”. Esto dispara caos y confusión. El cirujano plástico, padre de Álvaro, llega con la intención de cumplir un rol de “salvador”, y le pregunta a la madre de Alex, alarmado ante la nueva decisión de su paciente involuntaria: “¿Vos sabés lo que le va a pasar?”. La pregunta busca ser una cachetada, una advertencia fatalista, como si se estuviera hablando de una enfermedad, de la mismísima muerte. Porque para ellxs —y sobre todo para alguien que dedica su vida a “perfeccionar” la forma humana y “arreglar” los cuerpos— no hay peor condena para una persona que habitar una corporalidad que le escapa al binarismo. El ser indefinido, el poseer una anatomía que no es, tradicionalmente, ni femenina ni masculina, es un destino peor que la muerte.
XXY deja en evidencia que la intersexualidad no es ningún problema: el problema está en la manera en que concebimos la intersexualidad. No hay nada de inherentemente confuso en cómo lleva adelante su vida una persona intersexual, ni en qué actitudes adopta, ni en cómo quieren que la vean, ni en cómo mantiene relaciones sexuales: como todo encuentro de goce entre iguales, es natural, placentero y hermoso, hasta que llega la mirada extraña; una mirada que no siempre es malvada o malintencionada, sino simplemente predispuesta a la incomprensión, limitada al punto de no lograr entender cómo alguien a quien vieron y adoctrinaron siempre como “mujer” puede estar penetrando a un hombre.
“Varón” o “mujer”, “niño” o “niña”, “padre” o “madre”, “hijo” o “hija”: cada uno de estos términos llega a nosotros con una carga semántica —y hasta ideológica— definida, un sentido inscripto en el nivel de lo social; y el lugar que le damos al género, esta existencia artificial, termina por dominar y afectar a casi todas las personas, más allá del nivel de apertura ante lo nuevo que puedan ostentar, y sea donde se encuentre su identidad en el amplio espectro que es el género.
El padre de Alex es el que más abierto se muestra respecto a las decisiones de su hijx durante todos los cambios y, sin embargo, él también mira a Alex sin comprender demasiado cuando finalmente dice lo que piensa:
Alex: — No me vas a poder cuidar siempre.
Padre: — Hasta que puedas elegir.
Alex: — ¿Qué?
Padre: — Lo que quieras.
(Silencio)
Alex: — ¿Y si no hay nada que elegir?
Alex se vuelve doblemente susceptible al daño de lxs otrxs: en primer lugar, lx ven como mujer, es decir, como un cuerpo que le pertenece a quien quiera ultrajarlo; pero luego, lx ven como una abominación, un monstruo, un espectáculo, y por ende, como un cuerpo que existe para ser humillado. La fascinación de la gente por “ver qué tiene abajo”, y la crueldad que deriva de esta obsesión humana y social por un binarismo que establezca un vínculo causal entre género y genitalidad, se vuelven protagonistas de una escena en la que un grupo de varones violenta física, simbólica y psicológicamente a Alex.
Lucía Puenzo se pregunta, y nos pregunta: ¿qué es lo que hará que nos volvamos locos ante la idea de que una mujer tenga pene? ¿Qué será lo que encontramos tan terrorífico de la indeterminación de la identidad de género de una persona? ¿Por qué nos altera que a alguien no le interese, no quiera, ni necesite, definirse como hombre o mujer?
¿Por qué sentimos que es necesario, y nos desesperamos por saber, a fuerza de violencia, burlas y exclusión, “qué tiene ahí abajo”?