La inercia del corazón
Por Agustín Acevedo Kanopa
Ver 100 årstider sin ningún background informativo coloca al espectador en una gran disyuntiva. Ante las imágenes de material de archivo que sirven de columna vertebral, se pendula entre la fascinación e incomodidad de su posible artificio y la fascinación e incomodidad de que aquello que se exhuma del pasado sea algo demasiado personal y real. Esta puja entre opuestos, entre documental y ficción, entre artificio y autenticidad y entre manía y depresión, es el núcleo fundamental de una película que está todo el tiempo haciéndonos preguntar dónde estamos parados.
100 årstider está dirigida por su mismo protagonista, Giovanni Buccheri, un artista multifacético (compositor, pero también bailarín clásico y actor) que vive en un monoambiente que es como lo que sería la casa de Liberace de no haber sido famoso y sufrir síndrome de Diógenes. El diseño de interiores es una corporización diáfana de la frágil psiquis de Giovanni: en una punta de la habitación un teclado donde se difumina el límite entre los monótonos ensayos y la dramática performance para un público imaginario, y en la otra punta una pared con libros y otros objetos sobre los que se deforman las imágenes de un proyector que reproduce un montón de grabaciones caseras de su pasado. Tanto en el monoambiente como en su mente -y como en el film- estos espacios e instancias psíquicas parecerían avanzar a toda velocidad en una interminable cinta de Moebius.
En el otro extremo del binomio tenemos a Louise Peterhoff (que también conserva su nombre real), una directora de danza contemporánea que está en pleno montaje de una versión tan avant garde como gélida de Romeo y Julieta. A diferencia del mundo yermo, dolorosamente frío y real que ambos personajes transitan, se contraponen las imágenes en vhs y minidvd de su pasado compartido. En la mayoría de las películas estas imágenes sirven para llevarnos de las narices y obligarnos a empatizar con la dimensión del duelo del protagonista. En estos films solemos tener, por ejemplo, a un ex policía que, luego del asesinato de su esposa, todas las noches se encierra en un living en penumbras y, mientras se baja una botella de bourbon, reproduce en su dispositivo super 8 una sucesión de imágenes de la difunta -ella caminando en la playa, ella sirviendo el desayuno, ella riéndose cuando él le arranca las sábanas al intentar despertarla- que parecerían haber sido editadas por un sádico discípulo de Eisenstein. La película corre el riesgo de caer en ese cliché, pero en las imágenes y su conjunción hay algo verdadero (verdadero en la variante fisicalidad de los personajes, en el rampante registro del paso del tiempo y en el vínculo entre ambos) que le da otra forma a ese sustrato. Más allá de la labor detectivesca de preguntarse cuánto de eso es fidedigno y cuánto es montado (me reservo la revelación de estos detalles porque creo que es ideal no partir de esta información al ver la película), hay en el diálogo entre esas imágenes reales que parecen fantasía y esa trama falsa que parece real, algo similar al doloroso efecto que generaba El jardín de las delicias de Lech Majewski.
En toda la película el movimiento de los dos protagonistas entre sí es tan asintótico como complementario. Tempranamente en el film a Giovanni se le brinda la posibilidad de reinsertarse en el mundo de los vivos por medio del fichaje para un toque a realizarse en seis semanas. En ese proceso se da cuenta de que la medicación le taponea toda posibilidad de creatividad y toma la decisión kamikaze de vaciar los frascos por el drenaje. Así, en poco tiempo el dique medicamentoso que contenía a Giovanni se desborda y no tarda en arreciar el deslave maníaco. En contraparte de lo errático y comburente del comportamiento de su ex pareja, Louise vive en una lenta ósmosis que parece infectar todo lo que toca. Ellos dos encarnan el costado maníaco y depresivo de la película y más que una historia de amor, parecería ser la historia del diálogo entre esas dos instancias psíquicas. Una charla entre dos páramos: el de la locura que intenta llenar la vida con una cornucopia de ideas, imágenes y estímulos que en su profusión se escurre como arena entre las manos, y el de la depresión donde todo lo real se vuelve un desierto en donde nada puede crecer. Una muestra de esta contraposición son las dos obras dentro de la obra: la presentación en vivo de Giovanni es tan emocionante como fallida y surca en el filo de la navaja que separa lo auténtico de lo cringe; la reformulación contemporánea de Romeo y Julieta, por otro lado, es maquinal y hermética, completamente ajena al espíritu trágico de Shakespeare. Contraria a la total transparencia de lo performático en la obra de su ex amante, hay en la recreación llevada al cero kelvin de Louise un intento de tapar ese drama, de sellarlo con concreto como el basamento de una central radioactiva.
100 årstider funciona entonces como algo que parece tan personal que podríamos ser capaces de rozar su drama con los dedos y tan abstracto como un tratado de psiquiatría. Un film que, tal como una de las confesiones juveniles del director en sus años mozos, quiere poder decir todo, vivir todo, registrar todo, sin que nada se le escape. El riesgo de que de tanto estar consciente de cada uno de sus latidos, haya algo de su autoconciencia que termine de colapsar su funcionamiento. Algo que juega con desfondar esa famosa frase de Walter Benjamin de que “la inercia del corazón es mayor que la inercia de la razón”
Titulo: 100 årstider
Año: 2023
País: Suecia
Director: Giovanni Bucchieri